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El 20 y el 21 de julio de 1969 el mundo se paró. Las familias se arremolinaban en torno a su televisión o su radio para escuchar el evento que cambiaría la historia, la llegada del hombre a la luna. En España fue la voz de Jesús Hermida la que trasladó a los ciudadanos, en plena dictadura, la épica de aquel viaje que culminó con Neil Armstrong pisando la superficie y diciendo aquello de: “un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad”. EEUU culminaba así con éxito su pelea por el espacio, una de las batallas más cruentas de la guerra fría. La URSS les había ganado hasta aquel momento, por lo que su victoria era también la del capitalismo frente al comunismo.

Lo que se contó a partir de ese momento fue sólo épica, historias de superación, tan increíbles que parecían inventadas -que se lo digan a Iker Casillas y los amantes de la teoría de la conspiración que dice que todo fue obra de Kubrick-. El hombre había conseguido ir a la luna y volver como quien va a Cuenca. Los límites de lo que era posible se desfiguraron, y durante un momento todos los problemas se olvidaron. Ese cuento es el que ha perdurado hasta la actualidad, que siempre muestra a esos astronautas como héroes por encima de lo humano, más cercanos a los dioses que a un 'currito' que se enfrenta al día a día.

Igual que la luna tiene una cara oculta. Amstrong y la misión que protagonizó también la tenían, y esa es la que quiere mostrar Damien Chazelle en First Man - El primer hombre, la película que ha dado el pistoletazo de salida al Festival de Cine de Venecia y que ha decepcionado en su pase a la prensa, donde ha sido recibida con tímidos aplausos. Chazelle cuenta la historia del astronauta encumbrado después. Un hombre gris, traumatizado por la muerte de su hija y en constante búsqueda de algo que le llene tras el mazazo que le ha dado la vida. También su relación con su mujer (Claire Foy, la reina de The Crown), la sufrida esposa obligada a llevar en sus hombros la carga familiar porque es lo que la tocaba, además de aguantar la profesión de un marido que puede morir en cualquier momento.

Tráiler de First Man - El primer hombre.

Es esta parte la más interesante del filme, en la que Chazelle tendría que haber centrado sus esfuerzos en vez de en el drama familiar y de superación. Así se habría despegado del biopic convencional, fallido y algo ñoño que ha creado. Porque El primer hombre habla de estos ‘genios’ como simple peones en la partida de un gobierno que quería llegar a la luna sí o sí, aunque eso costase muertes. Hasta que Armstrong es el elegido para la misión cayeron bastantes compañeros en la preparación y en los viajes previos. Él los enterraba constantemente, junto a su mujer, que pensaba que su pareja podría ser el siguiente. Ese drama y ese miedo están bien construidos, así como presentar a la NASA como una institución de gente brillante enfrentados a una precariedad que chocaba con la complejidad de la tarea. La prisa por ganar a los rusos, pero la ausencia de tanto presupuesto, les hacía entrenar en tierra (y fallar muchas veces), para no permitirse un fracaso en el espacio.

Otro de los puntos donde la película de Damien Chazelle alza el vuelo es cuando muestra la opinión del pueblo respecto al viaje a la luna. Los fracasos hacen que la gente se plantee qué necesidad hay de querer ir al espacio y que prefieran que ese dinero se de a causas sociales. En una fantástica secuencia se muestra una manifestación en la que los negros protestan por la falta de acción del gobierno contra el racismo, pero su mucho interés por mandar a un “blanquito” a la luna.

Son apuntes que elevan la peor película del director de La La Land, que sin la música se ha visto como pez fuera del agua. Su impecable puesta en escena no es suficiente para hacer de El primer hombre un filme tan interesante como debiera ser. Un relato demasiado tópico para un director tan dotado que parecía que no podía fallar. Aquí sigue su obsesión por el precio del éxito, y se luce dirigiendo cada misión (con esos primeros planos que tiemblan como si estuvieras centro), pero desentona en salirse de un patrón demasiado Hollywodiense y domesticado.

Ryan Gosling, Damien Chazelle y Claire Foy en Venecia. Reuters

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