Sean Connery, el escocés independentista que quiso matar a James Bond
El actor se hizo famoso por interpretar al símbolo británico por excelencia, siendo un ferviente defensor de la independencia de Escocia.
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No hay nada más británico que James Bond. A la altura del Big Ben o de Shakespeare, el personaje de Ian Fleming fue, desde que se publicó la primera novela en 1953, un icono. Pero fueron sus adaptaciones cinematográficas las que hicieron del agente con licencia para matar un verdadero elemento identitario del Reino Unido. Cuando Eon producciones decidió que aquel espía mujeriego, elegante e irresistible, debía saltar a la gran pantalla, comenzó uno de los castings más deseados del Hollywood del momento.
Cuentan las habladurías cinéfilas que fueron más de 300 actores los que intentaron quedarse con el papel, y que los productores descartaron nombres como los de Richard Burton. Las mismas leyendas urbanas dicen que cuando vieron entrar a Sean Connery -fallecido este sábado a los 90 años- por la puerta lo tuvieron claro. El porte, el carisma y la presencia eran las de Bond, James Bond. Pero había un problema, el personaje más británico que las cabinas rojas de teléfono, iba a recaer en un independentista escocés. No uno de los que escondía su opinión política y la mostraba entre amigos, sino uno que aprovechaba cualquier entrevista para dejar claro que su Escocia -nació en Edimburgo- debía ser una nación propia.
Puede que algo se imaginara Ian Fleming cuando intentó disuadir a los productores diciendo que su acento escocés era demasiado marcado para interpretar al personaje, pero Connery, que hasta entonces no había protagonizado nada importante, se lo quitó rápido. Eso sí, dejó unos cuantos toques escoceses en su versión. Nadie se dio cuenta, y conquistó a todo el mundo. Rápidamente, el rostro del actor quedó unido para siempre al del agente secreto más famoso de la historia del cine. Una bendición que le permitió labrarse una carrera que acabaría en Oscar, y una maldición para una persona que nunca se llevó bien con la fama.
Tampoco con las entrevistas. Las publicistas debían santiguarse cada vez que el actor daba una. Porque ahí empezaba a salir el deslenguado Connery, ese que no tenía problemas en declarar que “no soy inglés, nunca fui inglés, y no quiero ser uno, ¡yo soy escocés!, era escocés y siempre seré escocés”. Apegado a su tierra, siempre la mentaba, y de hecho hasta realizó un libro de memorias con el que muchos quedaron decepcionados, porque hablaba poco de él y mucho de Escocia. De sus costumbres y su identidad. Hasta cuando fundó una productora tuvo sello escocés, ya que le puso el nombre de Fountainbridge Films en honor al barrio donde nació. Un distrito de clase obrera de Edimburgo.
Siempre lo ha dejado claro, y de hecho durante su vida realizó donaciones anuales al independentista Partido Nacionalista Escocés (SNP), pero quizás su mayor acto de desafío al Imperio británico fue cuando fue nombrado caballero por la reina Isabel II en el año 2000 y acudió vestido con la tradicional falda escocesa. Muchos le reprocharon que se fuera hace 50 años a Bahamas, donde ha muerto, en vez de vivir en su Escocia querida, pero él tenía respuesta para todos, y siempre dijo que volvería allí si conseguían independizarse: "Llevo esperando la independencia desde que tengo uso de razón", dijo al Sunday Times. Lo repitió en vísperas del referéndum de 2014, cuando se posicionó a favor y añadió que aquel momento “era una oportunidad demasiado bonita para dejarla escapar”.
A lo mejor eso fue lo que le hizo aborrecer al personaje que le dio la fama. Tanto que hasta llegó a manifestar en una ocasión que “Siempre he odiado al maldito James Bond. ¡Si fuese por mí, lo hubiera matado!”. Aunque probablemente aquella salida de tono se debiera a las tensiones que hubo con el productor de la saga, Albert Broccoli. Según publicó The Telegraph, los desencuentros llegaron a tal punto que el actor se encerraba en el camerino cada vez que Broccoli entraba en el rodaje. Daba igual que le hiciera rico, para Connery aquel personaje fue también decir adiós a aquel anonimato que tanto le gustaba.
Llegaron las fans, los paparazzis -que hasta dicen que se colaban en su baño-, las polémicas, las entrevistas sacadas de contexto… y el encasillamiento. Sean Connery sentía que nunca podría ser otra cosa que no fuera James Bond, así que tras la quinta película pidió un aumento de sueldo imposible que sonó a órdago para que no se lo aceptaran. No lo hicieron, y en 1967 le sustituyeron por George Lazenby, que fue bautizado como el breve, ya que sólo duró una película antes de que fuera sustituido… por el propio Connery. A regañadientes, pero con el sueldo más alto hasta el momento, 1,25 millones de dólares, el actor aceptó interpretar al personaje una vez más.
Ahí comenzó su otra carrera. Una segunda vida profesional lejos de 007. Cuando colgó la pajarita y la pistola comenzó a demostrar que era mucho más que una buena percha, era un actor inmenso. Lo hizo a las órdenes de los mejores directores de todo el mundo. Sidney Lumet, John Huston… todos se rendían a Sean Connery. Todos menos la academia de Hollywood, que tuvo que esperar a 1988 para que le nominaran por primera vez por Los intocables de Eliot Ness. Era su oportunidad, lo sabía y no la desaprovechó. Se llevó la estatuilla con la que se quitaba la licencia para matar y con la que mandaba al carajo a todos aquellos que cuestionaron que un lechero independentista escocés pudiera triunfar en el mundo del cine.