Hay conversaciones que encierran más violencia que una pelea. Diálogos que son más duros y contundentes que una escena en la que se ve una agresión. Las palabras duelen. Según se dicen, el receptor las moldea hasta convertirlas en un puño contra su estómago. El duelo verbal que tienen los protagonistas de Cosmética del enemigo es un combate de boxeo. La nueva película de Kike Maíllo -que llega este viernes a Filmin- adapta la novela de Amélie Nothomb que cuenta el encuentro entre un arquitecto de éxito y una desconocida. Comienza una carrera dialéctica. Se contarán historias hasta llegar a la verdad.
Maíllo realiza su película más seca, más aséptica en lo visual, aunque se las apaña para conseguir escenas estéticamente apabullantes, sobre todo en ese final surrealista con toneladas de cemento cubriendo el combate de los protagonistas. Pero se lo juega todo al poder de lo que dicen. Es una película sobre el poder de la palabra, de contar historias, y de cómo sólo la palabra es capaz de desarmar la mentira. Una mentira que viene manufacturada y con el mejor carcasa.
Es difícil hacer una crítica de Cosmética del enemigo sin desvelar los giros que van haciendo avanzar su trama, y que convierten este combate en una mirada a la violencia machista y a los prejuicios de la sociedad. ¿Puede alguien solidario, un hombre perfecto y de éxito esconder tal turbiedad?, ¿es la caridad una forma de expiar los pecados? Preguntas que nacen, pero siempre del encuentro de estos dos personajes.
Tomasz Kot es una elección perfecta como ese hombre que hace que el espectador vaya replanteándose todo cada segundo, pero es el personaje de Texel Textor el que convierte ese diálogo en pura dinamita. Maíllo cambia el sexo de este personaje y lo convierte en mujer, lo que provoca que los prejuicios del espectador vuelvan a saltar por los aires. Ella es joven, alocada, viste de forma provocadora… Frente a ella el hombre perfecto. ¿En qué lado nos posicionaremos según avancen las revelaciones?
Athena Strates convierte este personaje en una bomba capaz de hacer saltar todo por los aires. Provocadora, fría, capaz de sacar de quicio al espectador igual que a su protagonista. Pero como él, no podemos mirar a otro sitio cuando aparece.
El misterio se centra en conocer por qué ella le aborda a él, por qué parece tan obsesionada en contarle esas tres historias. Tres relatos con los que Maíllo tira de flashback para dar aire a la película y que no se convierta en una propuesta teatral.
Ese era el riesgo del filme, y aunque consigue escapar de esa sensación gracias a estos recursos visuales, o a metáforas como la maqueta y el aeropuerto, sí que acaba lastrada por ser tan fiel a su propuesta. No hay tramas secundarias. No suma ni añade nada y lo centra todo en ese encuentro, igual que ocurría en la novela. Se la juega a que el espectador quiera seguir escuchando a sus dos protagonistas.
Una película que tras su capa impoluta, en su estética de aeropuerto, esconde suciedad. Una historia turbia de máscaras que son las de una sociedad que siempre premia a los mismos. No es la película más brillante de Maíllo. Es la más austera y contenida, lejos de la brillantez de Eva y de los fuegos artificiales de Toro, pero narrativamente mejor que esta última. A pesar de todo es un placer reencontrarse con un cineasta que apuesta a lo grande, aun sabiendo que puede perder la mano.
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