El pub Arny.

El pub Arny. E.E.

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¿Podría considerarse al pub Arny como una teoría conspirativa, una especie de 'pizzagate' español?

La historia de prostitución de menores en un club de Sevilla con algunos famosos implicados puso en el paredón mediático a gente que aún no han superado aquel escándalo de los años 90. Lo muestra la miniserie documental estrenada por HBO Max.

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Jesús Vázquez no es Hilary Clinton. Y un bar de ambiente en la Sevilla de los años 90 dista bastante de parecerse a un local de comida rápida en la purpurina de Washington D. C.. Pero ambas personas y ambos lugares pueden tener algo en común. Tanto el presentador español como la candidata a la presidencia de Estados Unidos estuvieron a punto de caer en medio de una teoría conspirativa.

En el primer caso, el soporte fueron las televisiones o el papel cuché. En el segundo, las redes sociales y esos canales donde cuentan "lo que nadie quiere que cuentes". El resultado fue parecido: salieron vivos, pero la estela de estos bulos aún les persigue en búsquedas de internet o entrevistas.

Por eso, cabe preguntarse: ¿Es el Pub Arny nuestro pizzagate? ¿Es aquella trama de prostitución infantil que involucraba a famosos, empresarios de medio pelo o jueces un prólogo ibérico de lo que luego ocurrió en la ciudad de la Casa Blanca?

Vayamos por partes.

Antes de comparar estos dos sucesos, hay que poner en situación. Por tirar a lo más lejano geográficamente, aunque pille más próximo en el tiempo, veamos qué es el famoso pizzagate. Ese concepto saltó a la prensa en 2016, en plena carrera política por alcanzar el despacho oval. Supuestamente, respondía a una filtración de la cuenta de correo de John Podesta, el gerente de campaña de Hilary Clinton. En esa bandeja de entrada se podía ver cómo él y algunos miembros del partido Demócrata se dedicaban al tráfico de niños y al abuso sexual infantil en la pizzería Comet Ping Pong.

Suena disparatado, sí. Pues las consecuencias lo fueron aún más: después de que se alentara a destruir el local, de que se amenazara a los propietarios de ese y otros negocios continuos, de que grupúsculos con símbolos de dudosa estética esgrimieran sus burdos razonamientos con imágenes adulteradas y enseñaran pruebas fiables de que una panda de degenerados demócratas cumplía sus fantasías pedófilas, un chico de 28 años condujo desde Carolina del Norte hasta la capital del país con un rifle, una pistola y 29 rondas de munición para acabar con aquel tinglado. Se presentó en el establecimiento y, aparte de kilos de peperoni o mozzarela, no había nada: ni niños esclavizados, ni habitaciones secretas.

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El joven fue juzgado y condenado. La pizzería con nombre de película de Pixar se salvó y ahora atrae a curiosos que quieren ver por qué un sitio de mesas compartidas y tapas de aceitunas a seis dólares se convirtió en el supuesto epicentro de un plan diabólico. Y los representantes públicos señalados, con Clinton a la cabeza, pudieron seguir con sus aspiraciones políticas, con mayor o menor suerte (y esquivando otros escándalos, como el fraude electoral). Pero la mancha perdura: todavía se comparten miles de mensajes sobre el asunto, se les cuestiona o se moviliza a gente para asaltar una institución como el Capitolio.

Lo relativo a España tiene un aroma diferente. Para empezar, no ocurre en la metrópoli del Smithsonian o las escalinatas donde Martin Luther King tuvo un sueño incumplido. Lo de España pasó en una Sevilla deslucida. La capital de Andalucía había celebrado la Expo en 1992 y gozaba de un color especial al ritmo de castañuelas y peinetas. Sin embargo, el arcoíris aún no era una enseña, y menos aún un símbolo de convivencia. A la resaca de esta exposición universal y del impulso económico del país se le unió la resaca de otros tiempos. Y afloraron los fantasmas de la homofobia, de la droga y del pelotazo inmobiliario.

Conclusión: un caso del que acaba de salir una miniserie documental en HBO Max con el subtítulo de Historia de una infamia.

Todo se orquestó alrededor de un garito cercano a la Alameda de Hércules, zona animada de la ciudad. El Pub Arny era un local llevado por dos socios homosexuales que reunía a gente de cualquier tipo. El típico bar con raíz gay donde a ciertas horas de la madrugada acaban los noctámbulos, sin distinción. En la cinta, los asistentes describen el lugar como algo cutre, de pasillo y barra estrecha, con paredes ensuciadas por las noches de alcohol y sin más glamour que el que se engendra en las oscuras veladas etílicas. Pero la policía lo convirtió en un refugio de perdición donde se agolpaban señores para tener relaciones con adolescentes.

Por entre 5.000 y 8.000 pesetas (unos 30 ó 50 euros) se podían llevar a cabo relaciones sexuales con chavales de 16 o 17 años. El Grupo de Menores de la Policía hizo un seguimiento e interrogó a gente que confirmaba las colas que se montaban a sus puertas. Algunos de los testigos protegidos declaraban que por regalos o bebida se metían en cuartos mugrientos con clientes. Y la bomba estalló: no solo aquel antro era un nido de pederastas homosexuales sin pedigrí, sino que entre ellos había caras conocidas. El mencionado Jesús Vázquez, cantante y presentador ubicuo en aquella década de matinales en chupa vaquera, el polifacético Javier Gurruchaga, Jorge Cadaval, mitad del dúo Los Morancos, o el juez Manuel Rico Lara.

La detonación les llevó por delante, como rememora el documental: el juzgado de Sevilla los fue citando y el proceso se eternizó con decenas de testigos protegidos y secretos de sumario. Por los informativos circulaban fotogramas del tugurio vacío con unas salas retiradas de techos desconchados y colchones carcelarios. Los soportales se llenaban de espontáneos que lo mismo pedían autógrafos al guapo de moda que les insultaban. Los programas de medianoche daban pábulo a supuestas víctimas, a conocedores del tema o a simples oportunistas. Mientras, los acusados atravesaban un infierno personal y laboral. Se caían las llamadas para actuar, se les ponía en duda, se les marginaba.

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En 1998 se dictó la sentencia. Solo hubo 16 condenas de 48 imputados. Del resto no se hallaron pruebas. Tal y como se deja caer al final, detrás del escándalo había una especie de venganza personal y de especulación inmobiliaria. Se mezclaban duelos particulares con pequeños adictos necesitados de dinero fácil y un caldo de cultivo a tono. En la serie de HBO se ve cómo los famosos se desinflaban mientras las pantallas se llenaban de testimonios adulterados, generalmente precedidos de grandes emolumentos. A todos les costó el ostracismo social. Algunos lo pagaron con depresiones. Jesús Vázquez, que sostiene el peso de la intriga, se desmorona cada vez que lo recuerda.

Y algunos redactores de periódicos en su delegación local o nacional describen aquellas jornadas de lucha contra el amarillismo. Juan Sanguino, de El País, resume la potencia del caso por sus ingredientes de thriller: pedofilia, homosexualidad, famosos.

Falta, no obstante, el mea culpa de los medios. Las disculpas por hacer lo que podía verse entonces como normal. Un perdón en diferido que no excusa pero alivia. Y que incluso lo envuelve de comprensión: eso era antes, hemos mejorado. Como se ha hecho con letras de canciones, con programas que sacaban modelos en bikini como parte chispeante de la noche, con sketches de humor que veíamos tronchados y ahora congelan el gesto. Pero no ha habido nada de eso. A pesar de que no es la primera vez que se retrata así al periodismo de la época. Lo hemos visto en varios casos más. Los desmanes de la prensa y la televisión, por desgracia, no son casos aislados.

Ahí está el programa de Rocío Carrasco, almidonado con tertulias posteriores (con algunos de los protagonistas). O los bochornosos fotogramas de Jesús Gil en un jacuzzi y a lomos de Imperioso en El Pionero. Incluso Nevenka Fernández, esa joven política que fue víctima del poder de un compañero y que nunca pudo volver a su carrera ni a Ponferrada, su ciudad. Hay algo que no es como me dicen, tituló Juan José Millás el ensayo que escribió sobre el caso. Pero lo más flagrante fue lo de las niñas de Alcaser: el asesinato de Miriam, Toñi y Desirée no solo imbuyó a España en lo más trágico de sus crímenes legendarios sino que se convirtió en circo: llegaron a montar un plató en la localidad valenciana.

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Pues con el Arny pasó algo parecido. Aún no existía Twitter. Ni Telegram. Ni las plataformas que el magnate de turno quiera crear. Pero existía el monitor en emisión continua (la siemprencendida, que denomina a la televisión el escritor Pablo Gutiérrez) de los hogares españoles. Y las turbas no tardaron en aparecer, con consecuencias nefastas para las (inocentes) víctimas. No estaban QAnon ni un presidente dudando de los resultados electorales. Estaban los debates en late nights y un toldo desteñido que cobijaba un bar de ambiente.

No, Jesús Vázquez no es Hilary Clinton. Ni Sevilla es Washington DC. El odio, sin embargo, crea extrañas semejanzas.