Entre las múltiples tradiciones ancestrales que se conservan en Castilla y León están las llamadas “Mascaradas”. Aunque muchas de ellas se amontonan al inicio de la Cuaresma, se suelen celebrar entre el solsticio de invierno y el equinoccio de primavera. Estos carnavales atávicos están poblados de personajes a caballo entre lo animal y lo humano y se cree que marcaban el ritmo de las estaciones, así como los ciclos de vida de animales y plantas.

Estas festividades de origen prerromano o céltico se adaptaron bien a la cultura romana, dispuesta a adoptar costumbres, dioses y fiestas. Con el surgimiento del cristianismo, las mascaradas fueron vistas como representaciones paganas, por lo que muchas desaparecieron paulatinamente, y las que sobrevivieron tuvieron que amoldarse a convivir con una nueva religión. Con el tiempo, y dadas las presiones de la Iglesia, algunas mascaradas de invierno se refugiaron en tiempo de Cuaresma y Carnaval.

A pesar de su carácter evidentemente festivo, las mascaradas, no por ser paganas son menos religiosas que cualquiera de las celebraciones litúrgicas cristianas. Sin embargo, la presión católica no consiguió hacer desaparecer las mascaradas totalmente, ni con las multas que imponían, ni con las excomuniones que aplicaban. No en tanto, el riesgo estaba en la despoblación. El éxodo rural de los años sesenta cercenó a la juventud de las zonas rurales y supuso la desaparición de más del doble de las mascaradas que había a mediados del s. XX. Hoy se conservan alrededor de cincuenta mascaradas de invierno en Castilla y León.

Con la denominación de “Mascaradas” se agrupan un conjunto excepcional, diverso y complejo de manifestaciones festivas que se celebran en pequeñas comunidades rurales de la región, en las que la careta se yergue como elemento que define al personaje central del rito, que interactúa con otros actores, convecinos o espectadores, en diversas representaciones de carácter teatral.

Hay mascaradas demoníacas, en las que el protagonista lleva máscara diabólica durante la teatralización, y que, la Iglesia, las convirtió en símbolo del Diablo cristiano como por ejemplo las Obisparras de la zona alistana en Zamora, o las máscaras de Abejar, Casavieja, Montamarta, Pozuelo de Tábara, Sanzoles y Villanueva de Valrojo.

Otras son zoomorfas, y el protagonista lleva una máscara en forma de toro, como en Sardonedo (León), o de vaca, más típico de terrenos poco aptos para la agricultura, como son las de Abejar, Pereruela y otros pueblos del Sayago zamorano.

Mascaradas mixtas, donde se complementan los rituales anteriores, podrían ser las de Villarino tras la Sierra, Llamas de la Ribera, Navalosa, Palacios del Pan, Riello, San Martín de Castañeda y Velilla de la Reina en diferentes provincias.

Cuando la Iglesia, a partir del Concilio de Trento, quiere responder a la negación de la transustanciación por parte de los protestantes, lo hace potenciando la fiesta del Corpus Christi, cuyo fervor, quizá por el peso teológico que conllevaba, nunca había calado del todo en el pueblo. Para hacer una celebración festiva, alegre y atractiva para el pueblo, la propia Iglesia reanimó alguna de las máscaras que había intentado extirpar, pero las transforma en símbolo del Diablo cristiano y las combina con Danzantes. Nacen así las Mascaradas demoníacas al servicio de la liturgia cristiana: Birrias, Colacho, Bobos, Zarrones, en una palabra, Botargas. De este tipo son las celebraciones de Tábara, Cevico de la Torre, Torrelobatón, Castrillo de Murcia, Laguna de Negrillos, Pobladura de Pelayo García o Las Machorras.

Las mascaradas encarnan un rito en el que el portador del personaje pasa de la juventud a la madurez adulta, momento en que se tienen ya que implicar en la comunidad y trabajar en el campo, o mantener los bienes comunales. Son tareas que identifican a todos como colectivo y los une con sus antepasados, haciendo que no se pierda la memoria cultural que han visto desde niños y en la que han participado activamente, y que, a su vez, deberán transmitir a las generaciones venideras. La máscara (o pintura facial en su caso) es lo que define la celebración, y detrás de ella, la persona que la lleva desaparece, se transforma para acercarse a la divinidad.

Un rasgo inherente a la fiesta es que a las máscaras se les permite el desorden, un caos de gritos carreras y saltos, transgrediendo las normas con cierta superioridad y reflejando ese caos invernal de la naturaleza cada año. Y el elemento común a todas es el espacio donde tienen lugar, las plazas y calles de los pueblos por donde pasan, dando lugar en algunos casos a la entrada de los personajes en los templos y ermitas.

Estos personajes malignos suelen ir con una fémina, que en algunos sitios se llama Filandorra o Hilandera, por portar huso y rueca. A veces se interpreta como la mujer del diablo y otras como una mujer de mala vida, como madre soltera acompañada de un soldado protector, o como bruja acompañante del diablo.

Además, en ocasiones hay personajes secundarios, como los Galanes, la Madama, el Bailador y Bailadora, el Novio y Novia, que representan la bondad, bailando en diferentes momentos o realizando arrumacos de cariz sexual, como símbolo de la fertilidad.

En este montón suele estar la Pareja del Ciego y su Lazarillo, que suele denominarse Molacillo o Criado, dedicados a entonar cantares referidos a lo acontecido ese año con un tono satírico o burlesco y, a veces, también las venden mendigando por el pueblo. También hay animales, como la vaca y la vaquilla, o la figura del labrador y el pastor como representantes de ritos para la fertilidad de la tierra.

Hoy día, las mascaradas ya no sólo se concentran en invierno, entre Navidad y el martes de carnaval, que es el fin de semana en que se concentran la mayor parte de guirriadas, madamas, toros, y antruejos tradicionales, sino que, para garantizar la supervivencia de estas festividades tradicionales, se han tenido que mover fechas a otros fines de semana durante el año, e incluso al verano, y así posibilitar la asistencia de aquellos vecinos que se marcharon de los pueblos.