Abandonar el catastrofismo
He decidido no escribir tantos artículos apocalípticos como vengo haciendo. No es porque crea que el mundo vaya ahora mejor, sino porque me estoy quedando sin amigos, que me acusan de agorero, de catastrofista y, en definitiva, de ser un aguafiestas de tomo y lomo.
O sea, que a partir de ahora voy a dar la vuelta a mis argumentos y ver el lado positivo de las cosas. Por ejemplo: si cuando yo comenzaba a estudiar había en el mundo 3.600 millones de personas y ahora 7.000, eso no quiere decir que haya más pobres, ni más paro, ni menos perspectivas de jubilación, sino más reposición de puestos de trabajo, más renovación laboral y más sabia nueva para alimentar los fondos de pensiones.
Así en todo.
Lo que la gente quiere son noticias positivas, tener esperanza de que nos dirigimos hacia algún destino mejor y no hacia un mundo insolidario y lleno de personajes solitarios y egoístas.
Otro ejemplo: el de las redes sociales. Hoy día, en el metro nadie habla con su vecino porque está pendiente de la Tablet, del Smart-phone y de otros artilugios electrónicos; pero es que antes tampoco hablaba con nadie sin necesidad de hacer nada. O sea, que ahora al menos estamos intercomunicándonos con alguien, aunque sea a distancia y, ya que no hablamos con nuestra mujer, al menos lo hacemos con nuestro primo de Cuenca, utilizamos el chat de los antiguos compañeros de colegio o colgamos nuestros vídeos en Instagram.
Las formas han cambiado, pero la esencia de la condición humana no. Ahora ocurre, por ejemplo, el horrible drama de los refugiados sirios o los emigrantes subsaharianos, pero hace veinte años sucedió el genocidio de tutsis en Ruanda y hace cuarenta el exterminio de los camboyanos por los jemeres rojos.
Habrá que ser, pues, moderadamente optimistas, pese a la que está cayendo, porque dentro de cuarenta o cien años también habrá quien crea entonces que vivimos en el peor de los mundos posibles.