Hoy por hoy, visto lo que hemos visto estos días parece que vivimos en un tiempo en que la libertad se ha perdido, y la honra está más que en entredicho. Vivimos encantados y rodeados de personas que se caracterizan por hacer el mal a los demás, incluso los toleramos cuando nos gobiernan, nos hablan desde los medios e incluso cuando quieren equivocarnos haciéndonos cambiar de opinión. Acoso laboral, violencia doméstica, terrorismo, nacionalismo, separatismo, extremismos de toda índole, etc., son siempre sinónimos de malas actitudes excluyentes que se dan en nuestro entorno social. Nos hacen creer que estamos tan adormecidos que está bien tolerar lo que ocurre a nuestro alrededor pensando que no podemos hacer nada para evitarlo. En el diccionario de la Real Academia Española de la lengua, la palabra banal es equiparada a “trivial, común o insustancial”. Trivial, a su vez, es equiparado a “vulgarizado, común y sabido de todos”.
Pero el mal nunca parece ni vulgar, ni impropio de personas cultas, ni común, ni sabido de todos. Si banalidad significa reducción de la empatía y del sentimiento de culpa, podemos decir que todos estamos siendo banales la mayoría de la sociedad; pero si banalidad significa dejar de considerar al mal como mal o quitarle importancia, dudo que haya muchas personas cultas banales pero sí impotentes.
Acostumbrarse a vivir con el mal no necesariamente significa banalizarlo. Si así fuera, quienes vivimos en países desarrollados también lo haríamos al aceptar con cierta normalidad el estado de pobreza y calamidad en otras partes del mundo e incluso en nuestro propio entorno, pues no dejamos de comer porque haya pobres en por decirlo de alguna manera en la esquina. Lo hacemos, no porque creamos que eso no es algo malo, sino porque remediarlo es algo que en general consideramos fuera de nuestro alcance. Nos acostumbramos a vivir con el mal, pero no dejamos de sentirlo como tal al considerarnos impotentes para luchar contra él. Pero la inevitabilidad no es la única interpretación alternativa a la banalidad, pues también hay quien sin ser un malvado acepta a veces un mal, por considerarlo remedio o terapia de otro mal supuestamente mayor, o, por encima de todo, como un instrumento para obtener gloria y beneficios personales. Todo el mundo tiene moral aunque algunos no saben encontrarla al tenerla siempre de vacaciones. La vieja idea de que el trabajo dignifica al hombre parece ya obsoleta en una sociedad donde el ocio, el consumo y la pereza son los fines últimos, y donde la información no tiene más valor que el económico.
Los malos sentimientos tienden a darse en conjunto. La envidia suele ser el camino de la codicia, y a la inversa, y muchas envidias dan lugar al odio. Cuando la codicia y la avaricia son denunciadas públicamente dan lugar a la vergüenza. La vanidad puede generar envidias, codicias y odios profundos y sostenidos, además de egolatría y soberbia.
Pocos son los que están libres de malos sentimientos. El nacionalismo, como la mayoría de los –ismos, no dejan de ser una amalgama de ellos que potencian la maldad de muchas personas. Lo peor es que en muchos individuos se perpetúan generando en los individuos como una carcoma que degrada su salud y en especial su mente. El odio destruye al que odia e incluso al odiado, pues hay muchas personas que sufren cuando se sienten odiadas.
Los delincuentes o forajidos, los traidores, y demás, tienen ahora y han tenido desde antiguo la habilidad de arroparse con pretextos o –ismos varios tendentes a producir impunidad por sus fechorías o actitudes. Si los sentimientos más profundamente humanos no deben perderse, lo que no podemos hacer es caer en la candidez de elevar a la categoría de personas normales, sensibles o solidarias a los extremistas que no dudan en atacar a la sociedad, a su país, a sus instituciones, a una persona de bien, en definitiva a la democracia y a España.