Hoy es martes y nadie puede augurar si las mascarillas sirven para algo o no, si habrá en la farmacia o seguirán sin haber llegado, y si las que hay serán más caras o más carillas.
Las mascarillas son de varias clases, y las hay sanitarias (para profesionales), corrientes (para público en general) y caseras, cuya efectividad es tan dudosa como la opinión de nuestro ministro de Sanidad.
Por si fuera poco, expertos en pandemias avisan de que la mascarilla, sin gafas de protección, viene a ser como un traje de baño que te tapara por delante, pero dejara "la zona donde la espalda pierde su honesto nombre" a la vista de todos. Y digo a la vista de todos, porque la vista, es decir, los ojos, no los cubre la mascarilla, y los expertos dicen que la sustancia mucosa de los ojos es un lugar en el que el virus se aloja con toda comodidad, un sitio privilegiado, desde el que puede introducirse por todo el cuerpo.
Pero cuando ya estamos a punto de buscar un lugar en el que podamos comprar burkas -que también protegen los ojos- viene el penúltimo experto de una universidad de mucho prestigio, y vuelve a ratificar que la mascarilla es recomendable que la use la persona que está contagiada, porque evita que los virus salgan de su boca o su nariz con destino a colonizar otros cuerpos, pero en las personas sin contagiar puede ser tan útil como tararear una ranchera durante la ducha. Y así nos encontramos, como aquél personaje que, en plena desesperación, no sabía si cortarse las venas o dejárselas largas.
(Después de once días de recorrer las tres farmacias que están más cerca de mi domicilio, encuentro una donde han retirado el cartel en el que informaban de no tener existencia y venden lotes de 10 mascarillas por 20 euros). Pero sigo ignorando si ponerme la gorra o un sombrero será igual de efectivo que colocarme la mascarilla.