Nos han puesto muy difícil creer en las noticias, distinguiendo lo falso de lo verdadero y discerniendo qué hay de cierto y qué de intereses espurios en cualquier tema que traten los medios de comunicación.
¿Qué hay de verdad por ejemplo en todas las tramas del oscuro comisario Villarejo? ¿Y en las denuncias a Podemos de su ex abogado Calvete? ¿Cómo y por qué acaban cruzándose ambas historias?
¿Y qué decir de los dimes y diretes de la pandemia en la Comunidad de Madrid? ¿Quién es el inepto ahí y quién el listo? ¿Se trata de una pésima gestión del Gobierno regional o de un intento descarado de cargarse a Díaz Ayuso por parte del Gobierno central?
Depende de a quién oigamos y quiénes estén detrás de cada asunto la historia es una u otra, tan inverosímil como indemostrable, sólo basada en la respectiva credulidad de los receptores de la presunta información.
Estos son dos ejemplos, espigados entre otros muchos, que demuestran que vivimos en un mundo no de hechos sino de ideologías, de creencias preconcebidas y no de demostraciones plausibles.
No es de extrañar, entonces, la falta de fe en los medios de información, en su imparcialidad y en su capacidad de transmitir la verdad: ¿qué hay de cierto en todo lo que se nos cuenta?
Ya no nos vale aquello que se decía antaño: “lo he leído en el periódico” o “lo he visto en latele”. Lo peor es que son los políticos, presuntos cuidadores del interés de los ciudadanos, quienes azuzan esa ceremonia de la confusión. Y no sólo aquí, sino en cualquier parte.
Para ver un ejemplo de desinformación no tenemos más que observar el debate televisivo de los dos candidatos a la presidencia de Estados Unidos. La disputa entre Trump y Biden resultó barriobajera, llena de insultos y mentiras como puños. ¿En manos de cualquiera de ellos vamos a dejar la gobernanza mundial? Si ése es el ejemplo a seguir, no me extraña que no tengamos ya nada en que creer.