Resulta que Pablo Iglesias se autodefine como defensor de la Constitución, mientras él y su cohorte la atacan un día sí y otro también.
El día de su toma de posesión como Vicepresidente del Gobierno esa autodefensa alcanzó su paroxismo. “Voy a trabajar para que la próxima década en España —dijo entonces— sea la década del constitucionalismo democrático”. Obsérvense dos afirmaciones implícitas en la frase: Una, que su mandato iba a durar al menos diez años, y dos, que el constitucionalismo antes que él no era democrático.
Esa imagen de Iglesias aireando un ejemplar de bolsillo de la Constitución, como hacen los predicadores evangélicos con la Biblia, se ha convertido ya en un clásico del despropósito y del travestismo de quienes atacan la forma de Estado, la indisolubilidad de España y demás estructuras básicas de nuestro país. Es justo lo contrario de lo que él mismo predicó en su día: “Hagamos que la Constitución se cumpla en vez de usarla contra el adversario”.
Iglesias utiliza la frase porque nuestra Carta Magna es uno de los textos constitucionales más progresistas del mundo y en su literalidad él encuentra justificación para cualquier medida que interese a sus propósitos. Según eso, los enemigos de la norma fundamental del Estado son los otros. En palabras de su adlátere Pablo Echenique, la Constitución está “bajo asedio” de los dos quintos de los diputados del Congreso. Claro que para la presidenta madrileña, López Ayuso, la gran paradoja es que “un chavista como él ha decidido quién está dentro o fuera de la democracia”.
Ésa, la del retruécano y la distorsión verbal, es una de las mayores habilidades del líder de Unidas Podemos, convertido también al patriotismo para no dejar así resquicio alguno a sus antagonistas, falsos patriotas, según él, de una España a la que le da urticaria nombrarla porque “nuestra patria es la gente”.
O sea, que ya ven: el mayor defensor de la Constitución es precisamente quien piensa dinamitarla, empezando por la monarquía, que acabará “más pronto que tarde” según sus corifeos.
Con amigos así, la Constitución no necesita enemigos.