Miguel Ángel Perera o el fuego helado
Hubo unos instantes de fuego en la faena de Miguel Perera al primer Catavino de la tarde de ayer en Vistalegre (sus dos toros respondían por el mismo nombre, de mejor estampa el segundo que este) en que el astado, cinqueño mucho más que cumplido, ya iniciada la embestida, desobedeció al toque de la muleta y repentinamente se le fue encima, centésima de segundo en que yo le di por cogido y hasta cerré los ojos. Él, sin embargo, no retrocedió ni un milímetro, pasmosamente firme en una inmovilidad regida desde el corazón y gobernada por la inteligencia.
Quietud de estatua: eso dicen algunos, a mi juicio equivocándose soberana o republicanamente, como ellos quieran, pero en cualquier caso equivocándose de medio a medio.
¿Quietud de estatua?, repito y me pregunto. Una tarde otoñal de las muchas que me ha regalado en su bien ganado paraíso charro de Espino Rapado, Pedro Capea, padre de su mujer y abuelo de sus nietos (no me gusta la palabra suegro), torero histórico, me explicó lo que es el valor, y yo creo que su explicación va a misa:
-Mira, si alguien te tira una piedra, o yo que sé, un libro [dicho sea de paso, así es como algunos los utilizan, quizás porque no saben hacerlo de otra manera], la reacción instintiva te lleva a apartarte, ¿o no?”.
-Por supuesto –asentí.
-Pues eso, precisamente eso, es lo que un torero no puede permitirse. Aunque vea venir la cornada, aunque ya casi la sienta, tiene que quedarse quieto. En eso, Gonzalo, consiste el valor.
-Amén –asentí.
Y sobre el eco de ese asentimiento, obviamente renovado, volví en cuanto Catavino, obligado por el valor con dominio de Perera, rectificó el viaje fatal y tomó la muleta que el diestro le ofreció –visto y no visto- con pulso firme, embebiéndolo por sus vuelos en un muletazo infinito, a compás abierto y de trazo, no ya largo, sino larguísimo, marca de la casa y muleta no de engaño, sino de desengaño, que arrebató al toro su instinto salvaje y lo venció.
Nada de quietud de estatua. Por el contrario, quietud humana, humanísima, regida desde el corazón y gobernada por la inteligencia que solo lucen los elegidos y que únicamente se puede contar y cantar con aquel verso inicial de Quevedo a uno de sus sonetos inmortales: “Es hielo abrasador, es fuego helado”.
O sea, corazón abrasador, inteligencia despejada y fría para unos instantes de fuego con eternidad de versos: así toreó ayer Miguel Ángel Perera en Vistalegre, que además lleva una cuadrilla extraordinaria, con Curro Javier y Javier Ambel luciendo plata de oro. Y no quiero desmerecer a Paco Ureña (mereció las dos orejas, el presidente sabrá por qué le negó una) ni a Daniel Luque (se llevó el peor lote: áspero su primer toro, rajado enseguida el segundo), sus compañeros de terna, toreros que están en figura, pero es que han pasado las horas y yo continúo ahí.