La ley de seguridad ciudadana en tramitación parte de la base de proteger a los protestatarios que se manifiestan y sembrar toda suerte de dudas y suspicacias sobre las fuerzas encargadas del orden y la seguridad ciudadanas.
No es, pues, una ley de protección de derechos al uso, sino de presuponer quién tiene esos derechos, los manifestantes, y quién, por estar uniformado, puede conculcarlos. Exactamente lo contrario del principio de autoridad, que se decía antaño. Entonces, todo lo que no fuese someterse a las consignas autoritarias era puro y simple delito.
Hemos invertido los papeles y la carga de la prueba, porque en manifestaciones violentas, en las que siempre hay más policías heridos que manifestantes, lo peor que se puede decir de las fuerzas del orden es que son ineficaces para mantenerlo y no que se excedan en su aplicación.
Cuando suceden actos vandálicos, la ciudadanía suele pedir más medios materiales y jurídicos para la policía, incluso el aumento de efectivos, no la limitación de su área de actuación, como es el caso de la nueva ley en proyecto, que quita verosimilitud a las afirmaciones policiales cuando son rebatidas por los detenidos y no existen pruebas documentales absolutamente fidedignas.
Ése es uno de los aspectos más polémicos de la ley, junto a otros que limitan el uso de defensas policiales, ya que precisamente el atacar a las fuerzas del orden se ha convertido en pasatiempo preferido, y casi gratuito, es la verdad, de manifestaciones de todo tipo, desde los botellones que antaño eran inocentes a okupaciones intimidantes amparadas por la ley.
El que esa generalización y banalización de la violencia se dé también hoy día en la mayoría de países no es razón para dotarnos de una ley que restrinja la manera de defenderse los derechos de los ciudadanos pacíficos, poniendo a nuestras fuerzas de seguridad al borde del pasotismo, pues a diferencia de otros países su mayor delito sería excederse y nunca la omisión de una operatividad a la que se le ponen todo tipo de trabas.