Los domingos son la cama caliente, el periódico tranquilo y el desayuno tardío. Dos cafés. Silencio. Rutina lejos de la rutina.
El día en el que uno es más uno mismo sin los demás. Porque para eso es domingo.
Las resacas de bourbon y falda corta ya son un recuerdo lejano de aquello que fue cuando himnos eran los de Sabina.
Hoy, las resacas son las que deja el ruido digital de los vendedores ambulantes de lo que llaman política.
Van recorriendo las calles y los pueblos por donde no volverán a pisar después. Presentan sus fórmulas magistrales contra el peligro del otro, que no son sino ellos mismos cuando se miran al espejo.
Aquel barril en blanco y negro en medio de la calle es hoy un escenario, un polideportivo, un atril. Subidos a esos peldaños por encima se ve a la gente más pequeña, más manejable, más en la palma de una mano. En una mano con suficiente poder caben todas nuestras manos.
Domesticamos el pensamiento ajeno a través del miedo al otro. La exclusión de lo distinto. La exclusión del contenido, el pensamiento y la razón. El otro debe ser expulsado de la posibilidad.
Preferimos aceptar la opinión impuesta por unos pocos a través de la domesticación de la mayoría, que acercarnos a la razón.
Pegamos un tiro a nuestro pensamiento para amoldarlo al adecuado, en ese jardín social en el que nos encontramos aceptados y más seguros entre la masa.
Eugenia lleva 32 años de castañera. Le pregunto por las elecciones en Castilla y León. No sabe de qué le hablo. Le digo que si ya sabe a quién va a votar. Me dice que ella no es ni de Felipe ni del otro.
No sabe siquiera quién era ese otro. Yo tampoco.
Una bombilla colgada de un cable alumbra el bidón de hojalata en el que remueve sus castañas con una espumadera. Hay dos grados en la calle. Eugenia no tiene frío. Lleva un delantal azul por encima del cual le asoma un viejo jersey granate. Luce como puede el pelo corto, algo rizado y mal teñido de un color entre naranja y marrón.
Eugenia es el sentido común. Eugenia es todo lo que hemos dejado de ser nosotros. Le compro un cucurucho de castañas y dejo que sus frases cortas y directas, sin ese edulcorante verbal que todo lo disfraza, me devuelvan a la realidad de la calle, lejos de los titulares y la precampaña electoral.
Me mira casi enfadada y me responde que cómo no vas a dejar entrar a alguien que necesita comer, porque no tenga papeles. Para añadir inmediatamente, que si no aprovecha la oportunidad dada y se dedica a hacer el gamberro, fuera.
Eugenia es esa generación que no tiraba el pan duro. Que vive y deja vivir, removiendo sus castañas desde su pequeña garita gris en medio de la calle. Que da el euro que le sobra a quien lo necesita, pero le exige que lo destine a algo decente, so pena de tortazo a mano abierta.
Por Eugenia no puedes pensar. No te atrevas. Sabe pensar ella sola, ajena a los dimes y diretes de unos y otros en casa, mientras cuenta las habas antes de echarlas a la cazuela.
Que sus habas se las paga ella, no Casado, Abascal, Sánchez o Igea.
Quiere que le quites lo menos posible, que le dejes vivir y que no te metas con ella, que ella no se mete con nadie.
El programa electoral de Eugenia es el que compraríamos todos. Trabajo, salud, educación, libertad y que cada cual haga luego en su casa lo que le dé la gana, "¿no?", me dice.
Su análisis básico y alejado del matrix político desbarata todo ese pesebre cebado con los impuestos de una solidaridad que no es sino la propia.
Echa por tierra los fulares, las motos, los coches, las subsecretarías, las fotos y los gabinetes. Los asesores, las agendas y las previsiones. Los vídeos, los aplausos y los tuits.
Pero da igual porque Eugenia no necesita grandes mítines. Les daría dos tortas a todos los candidatos, les diría que se pusieran a trabajar y continuaría removiendo sus castañas como si nada.
Es mujer de pocas palabras. Hurgo con mis dedos dentro de mi cucurucho de papel descartando cáscaras mientras me despacha con los ojos sin necesidad de abrir la boca. Ya ha hablado bastante. Ya lo ha dicho todo.
Y las castañas ni siquiera se han quedado frías.