“Te vas o te vamos a destrozar”, escuché entre extrañado e incrédulo, casi tomándomelo a broma. Volvía del funeral de Alberto Estella, cuya muerte he sentido muchísimo, y no estaba para ruidos, ni siquiera para los amenazantes. “Vamos a denunciar tus visitas a los etarras en la cárcel”.
Hice memoria y, en efecto, in illo tempore visité a un etarra en la cárcel de Segovia, no recuerdo el día, ni el mes, ni el año, detalles que apuntaría en una libreta con la que de momento no doy. Pero creo que sería hacia mediados de los ochenta. Una y no más, a diferencia de un gran amigo, reclamado por Txelis, uno de los históricos de la banda, al que ayudó decisivamente en su proceso de arrepentimiento.
He acudido bastantes veces a las cárceles, donde me he visto y he hablado con presos de muy distinto tipo. Conozco el valor de sentirse escuchado, y lo mío, ciertamente, no es hacer oídos de mercader en nada ni ante nadie, con una excepción que no viene al caso.
Ahora mismo recuerdo una visita a la cárcel de Burgos en compañía de Fernando Arrabal, que quería conocer por dentro el penal del que supuestamente se escapó su padre, en un día de nevada, para desaparecer sin dejar rastro, fuga absolutamente imposible. Debidamente autorizados, nos movimos por las galerías y hablamos con varios reclusos, especialmente con uno, cuya historia nos interesó sobremanera, aunque al final nos pidió que ni se nos ocurriese mencionar su nombre por escrito, que mejor lo olvidásemos. Apenas le faltaban dos años “para cumplir” y había conseguido que su familia lo creyera en América. Al salir me fue a ver al Palacio de la Isla, lo demás me lo callo.
La única visita de la que existe constancia pública es la que realicé a la cárcel de mujeres de Brieva. Me reuní con ellas en la biblioteca del centro y, según la crónica del Diario de Ávila, que la cubrió, me las metí “en el bolsillo” y me las gané, hablándolas de tú a tú. Bueno, recuerdo que salí hecho polvo, abrumado por la certeza de que muchas de ellas, más que delincuentes, eran víctimas, antes o después condenadas a caer en la cárcel por una conjunción fatal de adversidades. Según la crónica del periódico abulense, yo intenté persuadirlas de que “la cárcel es una etapa amarga para cualquier persona, pero no tiene por qué hundir a nadie”.
Hay una reflexión de Bertrand Russell que yo recomiendo seguir: “Creo que quienes vivimos lujosamente gracias al código penal que protege nuestro dinero, hemos de tener una leve idea del mecanismo que garantiza nuestra felicidad; por ello me gustaría conocer una cárcel por dentro”. Sí, “conocer una cárcel por dentro” y hablar cara a cara con los encarcelados a mí se me hace muy conveniente.
En fin, pues soy hombre de mano tendida he ido e iré a las cárceles cuando se me llame. Y si los del aviso necesitan más documentos, que me llamen.