“Aborto es la interrupción del embarazo antes de la viabilidad fetal “. De esta forma tan sencilla explicaba yo a mis alumnos de Obstetricia en la Facultad de Medicina y en la Escuela de Enfermería lo que es un aborto. Como verán, no hacía referencia alguna a la edad de gestación ni al peso del feto, pues desde el año 1964 en que cursé como estudiante la asignatura de Obstetricia y Ginecología y el año 2015 en que me jubilé como profesor de la misma en la Facultad de Medicina, los avances de la Obstetricia y la Neonatología hicieron posible que fetos que por su peso o edad de gestación eran inviables hace 50 años, han salido adelante y lo siguen haciendo en la actualidad gracias a los logros de la Medicina.
Ningún estudioso del tema duda que el embrión primero y el feto después gozan desde el momento mismo de la concepción de una singularidad genética propia, o dicho con otras palabras, el nasciturus no es parte del cuerpo de su madre, sino un “inquilino” del útero materno, y por tanto la madre no puede disponer de él como si de un tumor se tratara. Hasta la “doctora” Bibiana Aido se permitió afirmar que “el feto es un ser vivo, pero no un ser humano” (Sic).
Sin duda, hablar del aborto no es un tema fácil (basta leer lo que en estos momentos ocurre en los Estados Unidos), y se pueden hacer consideraciones desde una vertiente puramente biológica, desde una vertiente médica, desde una vertiente moral y desde un punto de vista legal, aunque los tertulianos al uso parecen doctorados en todos estos aspectos.
Desde una vertiente biológica, cualquier estudiante de primero de medicina que haya aprobado histología y embriología ratificaría sin dudar mis afirmaciones del principio y admitiría la personalidad biológica del nuevo ser, algo comprobable en todas y cada una de sus células, que no son las de su madre.
Los médicos, y particularmente los obstetras, algo podremos decir al respecto, habida cuenta de los avances de la terapia intrauterina y los logros de la neonatologia. 500 años antes de Cristo, el célebre Juramento de Hipócrates estableció en su juramento tercero: “Jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me lo soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo, (algún día hablaremos de la eutanasia); tampoco administraré abortivo a mujer alguna”. A día de hoy, los colegios de médicos y las comisiones de deontología se siguen oponiendo al aborto provocado. En todo caso, la objeción de conciencia del personal sanitario es incuestionable y no es de recibo el intentar crear unas listas de objetores que pueden comprometer su futuro profesional, en ese afán de blindar el derecho a abortar en cualquier centro de la sanidad pública.
Desde un punto de vista moral, no sólo los católicos, sino fieles de otras confesiones y numerosos agnósticos se oponen abiertamente al aborto. Por citar tres nombres muy queridos para mí, Pedro Gómez Bosque, catedrático de Anatomía y ex senador socialista, Miguel Delibes, y Francisco Vazquez, ex alcalde de La Coruña, que ejerció como diputado la objeción de conciencia y el Psoe, su partido, perdió la votación sobre el aborto en el Congreso. Hasta Teresa de Calcuta llegó a afirmar que “si una madre puede matar a su propio hijo en su propio cuerpo, qué razón hay para que no nos matemos unos a otros”.
Y finalmente, el aspecto más controvertido, cómo no, el político. En nuestro país, la primera Ley del aborto permitía la interrupción del embarazo en tres supuestos: grave riesgo para la salud de la madre, grave malformación fetal y embarazo producto de una violación. Hubo un cierto consenso político y mal que bien se aceptó mayoritariamente.
Una vez más fue Rodríguez Zapatero, (qué pena de presidente), en su afán por dar tinte ideológico a sus decisiones de gobierno, quién modificó la legislación para aprobar una ley de plazos que permitía el aborto libre hasta las 14 semanas, lo que provocó el recurso inmediato del PP ante el Tribunal Constitucional, que para su vergüenza a día de hoy sigue sin resolver.
Posteriormente Rajoy introdujo una nueva modificación para que las menores embarazadas no pudieran abortar sin autorización de sus padres, y estableciendo entre otras condiciones un periodo de reflexión de tres días desde que se toma la decisión hasta que se ejecuta el aborto.
Y así llegamos al momento actual, en el que el gobierno “sanchezstein”, incapaz de resolver el problema del paro, la carestía de los combustibles y de la energía eléctrica, el descontrol del IPC, el control del déficit y de la deuda pública, el tema del espionaje, vuelve a sacarse un conejo de la chistera y aprueba, no sin problemas en el consejo de ministros, una nueva Ley del Aborto, aunque disfrazándola como “Modificación de la Ley Orgánica de Salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo”. Curiosamente en la introducción de la Ley, la misma se justifica entre otras cosas en el derecho a la vida, pero está claro que se refiere la de la gestante pues de la del nasciturus se olvida olímpicamente.
Lo fundamental de esta Ley es la supresión de la necesidad de la autorización de los padres y la supresión de los tres días de reflexión y de la información sobre las alternativas al aborto en el caso de las menores embarazadas, esas que no pueden adquirir una cajetilla de tabaco o tomar una caña de cerveza en un bar. Y para disimular, se introduce una nueva regulación laboral sobre el tratamiento de las dismenorreas, (dolor menstrual), en el caso de ser un dolor incapacitante, (algo realmente excepcional, y lo digo como ginecólogo), la mujer no acuda al trabajo, algo que ya podía hacer antes con prescripción médica, de forma que los días de baja no los paga el empresario sino el Estado, es decir el contribuyente, algo que rechazaba la ministra Calviño. Y por mucho que lo intentó y a pesar de hablar de la pobreza menstrual, Irene Montero no consiguió torcer el brazo de “mi Farruquita”, la ministra de Hacienda para rebajar el IVA de compresas, tampones y similares. Tampoco logró la persecución de los vientres de alquiler. Otra vez será.
Y para distraer al personal, se habla de todo, incluido un supuesto derecho a abortar, que dicho crudamente es el derecho a quitar la vida al nasciturus, es decir, a cometer un homicidio contra el no nacido, no pudiéndose presentar bajo ningún concepto como un método anticonceptivo. Y mientras tanto, el Tribunal Constitucional tocando el violón.
Y todo esto ocurre en un país en el que la natalidad está bajo mínimos, y las pensiones del futuro están en grave riesgo. Y en la Ley, ni una palabra de apoyo a las gestantes y su posibilidad de inscribirse en algunos de los programas de ayuda a las gestantes con problemas y de ayuda económica, salvo excepciones, a las madres que se resistan al aborto.
Por cierto, esperemos que Oscar Puente, mientras sigue prevaricando con la Ley de Tráfico, y pintando el casco histórico de colorines, con esta Ley ya no tenga necesidad de volver a afirmar aquello de que “estos de la derecha quieren obligarnos a tener hijos deformes”.
Hasta el viernes que viene.