Cuando Felipe y Aznar, se leía o El País o El Mundo, excepto quienes aún tenían cierta nostalgia del Régimen. Luego estaba Cebrián para tenderle la alfombra roja a Felipe y Pedro Jota para teñirla de rojo, que no es lo mismo.
En aquellos tiempos Internet no estaba aún en su máximo apogeo y todavía imprimíamos las escaletas, editábamos los vídeos de la televisión en magnetoscopio, no se manipulaban las ruedas de prensa y creíamos que YouTube era para gente que subía vídeos haciendo el imbécil. Internet no era todavía el origen primero y último de la información y, menos aún, del ocio. Así que la cosa fue poco a poco mientras nuestra realidad se conformaba por lo que decían los periódicos, series como Farmacia de Guardia, programas como La Clave del desaparecido Balbín y, sobre todo, por lo que te decían en casa o leías en los libros.
La llegada de Internet a los móviles supuso una revolución que lo cambió todo. Y aparecieron luego las redes sociales con su mejor versión antes de convertirse en imprescindibles. Como cuando aparece un extraño ofreciéndote un negocio redondo y gratuito y cuando quieres darte cuenta se ha quedado con tu casa, tu familia y tu vida.
Nadie cuestionó el peligro que suponía para el desarrollo de sociedades libres el hecho de que cualquier información pudiera estar a golpe de clic en un móvil. Poco a poco, dejaron de cuestionarse los primeros resultados que Google ofreciera al usuario. Ejemplo de lo cual tenemos hoy no sólo a la población, sino a periodistas y políticos defender sus afirmaciones porque "lo pone en Google".
Llegaron Facebook primero y Twitter después. Con su buen rollo, su pajarito y su conexión entre estudiantes, que de lo que se trataba era de ligar. Y acabó siendo fuente de ingresos para las empresas, escaparate para vender su reputación on line, fuente de información para ciudadanos y altavoz para los políticos y activistas. Se hizo tan indispensable que los periodistas lo utilizamos para saber de las últimas declaraciones del político de turno, que da ya más titulares a través de sus perfiles en redes sociales que en ruedas de prensa.
Y sólo una vez que el extraño con buenas intenciones se convirtió en un coloso con el poder de quitar y poner gobiernos, comenzó a aplicar políticas que polarizaban a la población, en el caso de Google, decidiendo según la dirección IP de cada cual, qué resultados ofrecer al chaval que teclea en su móvil sobre cualquier cuestión; o en el de Facebook, ofreciendo los contenidos que más tiempo le hacen pasar al usuario leyendo o con los que más interactúa. Y así, en bucle.
Por su parte, el tímido pajarito de Twitter se convirtió pronto en un velociraptor que aplasta los comentarios y fotografías que no se ajustan a su concepto de lo políticamente correcto. Un toro alanceado es motivo de censura, pero la imagen de fosas comunes en Ucrania, no.
Son empresas privadas. Nadie le obliga a uno a depender de ellas. Pero el caso es que, una vez consiguen ser imprescindibles, manejan a su antojo qué debes saber y qué puedes decir. Porque ya se han convertido en tu fuente de información y en tu máxima fuente de ocio.
Es tal su poder, que se atrevieron incluso a suspender la cuenta de un presidente de los EEUU, como le ocurrió a Donald Trump en enero de 2021 "por riesgo de incitación a la violencia". Independientemente de lo que opinemos del personaje, lo cierto es que se decidió cercenar la libertad de expresión al presidente del país más poderoso del mundo, mientras se mantienen abiertas sin pudor cuentas de personas afines a bandas terroristas o de dictadores que han obligado a huir a millones de personas de sus hogares.
El caso es que una vez que se hacen imprescindibles, pueden hacer con el usuario lo que quieran, decidir qué lee en su muro o timeline así como impedirle el acceso a determinados artículos que ni siquiera podrá llegar a saber que existen.
Cuando una cuenta consigue ser especialmente crítica con la ideología woke, ese virus, como dice Elon Musk, que se propaga como una mancha de aceite por todo Occidente, el pajarito decide suspender la cuenta temporalmente. Unas semanas en el gulag para arrepentirse de no haber pensado correctamente, y vuelta a empezar. Los que vuelven lo hacen ya para luchar, precisamente, contra toda esta censura.
Es curioso cómo esta ideología divide a la población por sexos, colores, razas, o inclinaciones sexuales -precisamente en aras de la igualdad- para despertar en ellas de nuevo un sentimiento de opresión que le permita luego a esa corriente adoctrinadora erigirse en su único protector y en contra de quienes denuncian la perversión que esconde semejante irresponsabilidad incendiaria.
Algo parecido pasó con Netflix y Disney cuando llegó Internet a los televisores. Empezaron siendo plataformas aparentemente para toda la familia y con una amplia oferta audiovisual.
Hoy son el embudo por el que hacen llegar a las conciencias de las nuevas generaciones toda esta doctrina que apela a la ideología de género, que niega la biología respecto a la existencia de dos sexos y busca la aceptación de sociedades líquidas que no sean capaces de definir la realidad; con un claro desprecio, además, hacia el concepto de familia tradicional como institución sobre la que se han construido todas las sociedades hasta hoy.
Cómo será el asunto y qué tarde llegamos ya a todo esto de la batalla por la libertad, que leer la frase de "el abandono de la familia tradicional" genera mentalmente y de forma inmediata un rechazo, a pesar de que la mayoría de la población se construye y echa raíces en y con su propia familia, que sigue siendo lo más sagrado que aún conservamos y a lo último a lo que poder agarrarnos cuando todo se derrumba. Es la institución que nos protege y nos ayuda a valernos por nosotros mismos desde que nacemos. Quizá por eso haya que destruirla. Porque puede que sea el último bastión del individuo libre, o quizá, menos dependiente del Estado.
Y como al final va todo de libertad y poco más, algunas smart tv ya no permiten siquiera desinstalar Netflix ni ninguna otra plataforma, porque vienen instaladas de serie. Por si alguien se planteaba no hacer uso de ellas.
Y todo este desmadre social a quien más afecta es, una vez más, a los más vulnerables, que no sólo son los que menos poder adquisitivo tienen sino, también, aquellos con una menor capacidad para la resistencia intelectual. Que, en cualquier caso, el adoctrinamiento bien vale una buena cartelera de series y películas con las que el niño lo deje en paz a uno un rato o todo el invierno.
Claro, que lo de utilizar el cine para adoctrinar ya viene de largo. Es tentador utilizar la moviola para imponer el pensamiento único como ya lo hicieron Goebbels, Franco o Chaplin años antes; o para que John Wayne fuera el bueno y los indios los malos en aquel oeste de pañuelos rojos sudados al cuello, hasta que llegó Bailando con lobos e hizo lo mismo pero al contrario.
Lo curioso es que todos aquellos instrumentos que hoy dominan las emociones, el voto y las sociedades occidentales, entraron en escena con una cara bien distinta, hasta convertirse en pequeñas drogas diarias de consumo necesario para estar en el mundo. Al menos para una parte muy importante de la población, también en el ámbito empresarial y profesional.
Pero con tanto chorreo de ideología, Netflix comenzó a ver cómo sus usuarios acababan hartos de que no hubiera película sin su dosis inclusiva, y se calcula que ha perdido un millón de suscriptores en lo que va de año.
A nadie se le ocurría antes meterse así en la educación de los hijos de los demás. Sorprende que no haya surgido como respuesta al delirio woke, ninguna plataforma alternativa que devuelva al espectador el placer de ver películas o dibujos animados sin semejante carga ideológica que, por encima de todo, convierte el producto en un soberano pestiño.
No veíamos víctimas en el reparto del Príncipe de Bel Air hace 30 años porque fueran todos negros porque no veíamos si eran negros o blancos. Sólo a una familia rica de Bel Air a la que llegaba un sobrino, Will Smith, con el que nos reíamos antes de que nos llamaran a comer. No entendíamos la serie desde una perspectiva racial ni desde ninguna perspectiva que no fuera seguir los diálogos y reírnos en cada episodio. Hoy todo hay que configurarlo desde una perspectiva, generalmente sexual, que ellos la llaman de género para así aceptar que hay más de dos sexos. Tantos como la imaginación dicte. La Biología reducida a esto.
Así que ésa era nuestra libertad. O como cuando Steve Urkel quería enamorar a Laura en la serie 'Cosas de Casa' y nuestro cerebro tampoco hacía una lectura de si eran blancos, negros, ricos, pobres, fascistas o comunistas, porque entonces nada iba de eso. Ocho años se mantuvo en antena.
Y es de eso de lo que va hoy todo. De dirigir a las nuevas generaciones hacia el conflicto eterno entre unos y otros, anulando de forma progresiva a una de las partes e imponiendo el relato victimista y sesgado de la otra, que coincide con el discurso de la izquierda obsesionada en segregar a la población de nuevo por sexos, colores y demás cuestiones, hasta convencer a cada grupo de que realmente vive bajo una opresión inexistente.
Hoy, La Sirenita de Disney es negra, por aquello de no ofender no sé muy bien a qué o a quién, y ya puestos no entiendo por qué no le han hecho tuerta, manca, calva o tartamuda. No entiendo por qué ha de ser delgada pudiendo ser gorda ni por qué han escogido a una actriz guapa. ¿Qué hay de las feas? No le demos ideas a Irene Montero que mañana encarga un nuevo cartel para que las feas no se sientan oprimidas. Y después las cojas, luego las cuarentonas, más tarde las pelirrojas, las que tienen pechos pequeños y las que los tienen muy grandes, y para acabar las que tienen pecas en la cara. Que también tienen derecho a sentirse oprimidas primero para poder sentirse protegidas después.
Todo ello se une al revisionismo histérico que nos lleva a aceptar como un triunfo las cuotas por sexo, mal llamadas de género; o a plantearnos que cuentos infantiles escritos hace 125 años no deberían enseñarse porque es el príncipe el que besa a la princesa.
Cuesta creer que a estas alturas de la película todavía no pensemos que quizá el camino sea hacer cuentos nuevos, donde sea ella quien salve al príncipe y que podamos leerlos todos y quedarnos con el que más nos guste.