Queridos hombres:
Confieso que me sorprende la capacidad de aguante que tenéis con un Ministerio que os quiere cambiar para ser buenos, porque hasta ahora, habíais sido malos. Malos, malos, malos.
No os dejéis manipular, que nos lleváis gustando toda la eternidad tal y como sois, y cuando no nos gustáis ya sabéis cómo acaba la cosa. Nos acabamos viendo en cualquier parque o en cualquier bar, y la cosa termina del todo cuando os saludamos con un beso a cada lado de la mejilla y todos los otros besos que un día fueron se saben derrotados para siempre.
No os pongáis falda, que no es necesario. O ponéosla si os apetece, pero que sea porque os da la gana, porque os ha dado un arrebato escocés y aparecéis un día tocándonos la gaita con una melena rubia y enseñando unos gemelos de infarto. Y no porque Irene Montero os enrede con su libro rojo sobre masculinidades tóxicas. Como si ella estuviera en casa cuando cogéis con tanta torpeza y cuidado a nuestro bebé y vuestras manos grandes de amigos, motos y juergas, se convierten de repente en la cuna que mece la nueva vida.
No queremos que seáis blandengues. Que se puede ser fuerte y llorar desconsoladamente como ya os hemos visto hacer tras la muerte de un amigo, de una esposa, de un hijo que no pudo ser. Pero si os hemos visto llorar hasta cuando pierde el Athletic...
Paciencia. Sed como sois. Como os dé la gana ser. Que ya la vida os enseñará, como a nosotras, que hay maneras que no gustan y otras que, de tanto gustar, pierden para siempre su encanto. Porque en ese aprender y equivocarse discurre la vida, con caminos que se cruzan y otros que nunca lo harán; y con amores que pensábamos que eran perfectos y no lo fueron, vamos sabiendo quiénes somos, quizá demasiado tarde, pero viviendo.
Seguid llorando cuando os decimos que vais a ser papás, para a los diez minutos recuperar el timbre grave y varonil de vuestra voz al teléfono para comunicárselo al amigo de borracheras que lamenta que os hayáis casado y sabe que pierde un compatriota de los bares. Porque nos gustáis así.
Luchad. No dejéis que os convenzan de que ser como sois es un tributo a la violencia o a la falta de sensibilidad. Permitíos ser como sois, los amos de la barbacoa, el macho protector, el romántico empedernido que escribe poemas, el bicho raro que lee a Aristóteles y no bebe alcohol, el amigo charlatán que insiste pese a que sabe que nunca probará de los encantos de esa chica a quien le gusta el otro. Porque siempre hay un otro. El otro que no nos mira, el otro que se fue y el otro que nos da igual.
Seguid metiéndoos en el agua del mar con ese paso firme y elegante, sabiendo que os miramos, aunque hagamos como que no, que de eso va el asunto; y seguid apretándonos fuerte cuando vamos de la mano por la calle y tropezamos con un tacón que se convierte, de repente, sin pensarlo, en la excusa perfecta para que feminidad y masculinidad compadreen e hilen a escondidas lo que quede por llegar.
Que no os confundan entonces. Que nos gustáis cuando metéis tripa y subís la ceja, y cuando notamos cómo la exposición sobre Gustav Klimt a la que nos acompañáis os importa menos que nada, pero aguantáis estoicos la visita para sembrar primero y recoger después en nosotras, así, a lo loco, antes de tiempo, buscando el momento más oscuro, como decía Manzanero. Que nosotras seguiremos haciendo como que no participamos del mismo juego.
Seguid sintiéndoos superiores, sí, por qué no, cuando desmontáis la bici de nuestras hijas para arreglar unos pedales que se atascan o cuando ayudáis a vuestras madres a arreglar el tejado cuando llega la primavera.
Sacadnos a bailar, agarradnos fuerte y llevadnos a la locura susurrándonos al oído la letra de una canción que por ignorancia os la medio inventáis, porque vuestra letra es en ese momento mucho más excitante que la del latino depilado hasta las cejas que la canta.
Continuad enfadándoos cuando os repetimos las cosas hasta el infinito, que seguiremos repitiéndooslo todo hasta el infinito también, que ya sabemos que todos los enfados se perdonan cuando la cama se convierte en el templo sagrado donde se buscan luego cuatro pies exhaustos asomando por las sábanas cuando todo termina.
Nos gusta cuando vemos con qué firmeza obligáis a nuestros hijos a superar el miedo y lanzarse a cada nuevo reto de su vida, en su primera brazada sin manguitos en la piscina, en su primer paseo en bicicleta sin ruedines, y también cuando les enseñáis que ser fuertes en la vida, y no blandengues, no está reñido con la empatía ni la masculinidad.
Sabemos que no ignoráis que nosotras también sabemos hacer todas esas cosas, pero nos gusta que toméis el mando y dejaros sentir masculinos. Que si empezáis a ser femeninos a quién íbamos nosotras a llamar al orden entonces por dejar tirada la toalla de la ducha en el suelo del baño cada mañana.
Y seguid regalándonos flores, que la policía de lo correcto todavía no se ha dado cuenta de lo mucho que nos gustan y me cuentan que ya anda preparando una campaña para obligaros a que os guste a vosotros que os las regalemos, como si las flores pudieran competir con dos entradas para la final de la Eurocopa.
Desoíd los cantos de sirena ideológicos de quienes os quieren moldear para convertiros en lo que no sois y vengarse así de sus propias frustraciones, porque no sois malos ni ser masculinos es tóxico. Quizá todo esto vaya de eliminar sexos para ser todos lo mismo, en esa perversión absoluta por imposible llamada igualdad. Adiós a Manzanero, a los tacones rojos, a la lencería y al olor de vuestro after shave. Si supierais lo vivos que seguís estando cuando abrimos una loción para después del afeitado que quedó en la balda de un baño desnudo, aunque os hayáis ido para siempre a afeitaros a otros baños, os daríais cuenta de que la simpleza también está en nosotras.
Queridos hombres: no os queremos iguales. Os queremos simplemente como sois. Maravillosamente distintos.