Cae la noche entre brumas que ascienden del Tormes, a su paso por la Villa Ducal que "es baja de muros y alta de torres", como la describía Garcilaso de la Vega, el viento gélido y la inquieta amenaza de lluvia. Es la última verbena del año y, de paso, momento para hacer balance de todo un verano lleno de emociones, nuevas amistades y mantenimiento de las que había. Porque, Alba de Tormes, como otros muchos municipios de la geografía leonesa, y también castellana, vive con intensidad sus fiestas, en las que, en esta ocasión, intercede la Santa andariega para que Tláloc no descargue sus iras.
Un espectro de amarillo fosforecente, no se sabe si llega de Burgos, Valladolid o Carrión de los Condes, aunque más bien es un carrionés de cuna, viene a amenizar la última noche. La fermentación de la malta sube y baja de la verbena a El Vive, y del río a la Basílica. Y comienza a sonar la música, no se ve ni se huele, solo se siente y se escucha, se vive y se baila. Rodo, en su danza de pícaro moruno, cual faraón o dios egipcio, hace saltar y vibrar. Pero también la dulzura rockera de mi 'Chico de ayer', sin muleta ni cayá. Es la simbiosis escenario y público, danza y música, entretenimiento y alegría. Es La Huella.
Avanza la noche en calma. Es el momento de aclarar ideas. De enderezar los renglones torcidos. De saludar y convivir. De disfrutar y también reir. A estos sesenta y pocos de existencia, no los treinta y muchos, ¿verdad Turista?, llegan las menciones -siempre los recuerdos- de ese tiempo y esas personas y esos lugares que ya solo existen en la memoria y, algunos, en ese rincón oculto y sagrado de nuestro corazón. En su momento fueron vida y hoy no son más que abstracción.
Mirar atrás no es recomendable, dice Carlos. Al volver la vista al pasado, aunque no sea perfecto, encontramos por el camino el barro que nos moldeó en la difícil vereda que nos consume cada año de existencia. No es menos cierto, a estas alturas de la vida, tras esa abultada existencia de personas -muchas idas-, momentos, instantes, lugares y vivencias, es tiempo para disfrutar de esta tierra. De los buenos momentos, como los de esta noche de última verbena. Guardar esas experiencias irrepetibles en el tiempo, porque la felicidad, por desgracia, no se repite, como tampoco el tiempo ni las personas.
Cuando Rodo y Pablo suben los decibelios al ritmo de aquellos años de 'bakalao', Darío y Luis ya regresan por los caminos de la Santa, me vienen a la mente los versos de Luis Cernuda, "¿qué queda de las alegrías y penas del amor cuando éste ha desaparecido? Nada, o peor que nada, queda el recuerdo de un olvido". Y en esto, Carlos sonríe y comienza a llover aún sin cenar caliente, ay!