Ahora que Elon Musk ha decidido que Twitter es más divertido sin esa extraña censura que decidía por todos qué era incitar al odio y qué no, han salido periodistas, artistas y algún que otro influencer poniendo el grito en el cielo porque creen que, ahora, los censurados serán ellos.
Hemos llegado a tal grado de atrofia argumentativa que somos capaces de defender la libertad, la democracia y lo contrario, todo al mismo tiempo. Que si los censurados eran los demás, no era censura en sí misma sino protección de la libertad. ¿La de quién?
La propia UE ha salido rápido a decirle a Musk que el pajarito azul volará en Europa bajo las reglas de Bruselas, que sin embargo ha permanecido callada todo el tiempo en el que se denunciaba públicamente la censura aplicada a determinados relatos contrarios a lo políticamente correcto.
Los límites a la libertad de expresión están siempre en ese alambre fino e inestable de difícil comprensión que en ocasiones choca, además, con otros derechos.
Lo cierto es que al poco de anunciarse lo de Musk, comenzó la red a llenarse de gente que no se había atrevido aún a manifestar que los niños tienen pene y las niñas vulva, como si estuvieran atreviéndose a desafiar a un monstruo que les hubiera impedido, hasta ahora, decir semejante obviedad. No hay que olvidar que por decir algo así, Twitter podía cerrar dicha cuenta o el usuario recibir todo tipo de amenazas e insultos de grupos radicales de extrema izquierda.
Querían cerrar la puerta al debate, a la ciencia y a la razón, los mismos que siguen dando charlas hoy de que no había libertad de expresión hace 50 años en España. Curiosa manera de hacer el ridículo.
Entre tanto, la serenidad del filósofo Santiago Navajas ha vuelto a ser faro entre tanto ruido cuando ha advertido de la necesidad de tener cuidado también con los que vienen a cambiarlo todo, en alusión a Musk.
Comentaba un tuitero estadounidense, como si repitiera sin pensar lo aprendido, que con la expulsión de los responsables de la censura en Twitter, se daba un paso atrás en la diversidad, la tolerancia y la democracia, como si todo eso fuera compatible con la censura.
La deriva totalitaria podría entenderse que viene más por el hecho de que unos pocos decidan qué es un mensaje de odio, que por el hecho de que sea el ciudadano quien, formado intelectualmente para ello, sepa diferenciar cuándo lo es y cuándo no, acorde en cualquier caso con lo que establezca el Código Penal. Aunque en este último aspecto ya sabemos que no siempre lo que dice una ley, es lo correcto. Que se lo digan a quienes iban en los trenes de la muerte camino a Birkenau.
De hecho, esos mismos que entendían que había que censurar según qué cuentas porque incitaban al odio, son los mismos que cancelan películas, mandan quemar libros, cambian títulos y prohíben discusiones sobre determinados asuntos. Pretenden redefinir qué es odio para abarcar nuevas áreas propias de la libertad de expresión y controlar aún más a una población insegura de sí misma para la cual la seguridad está en un nivel de necesidad muy por encima de la libertad.
Lo que sí parece cierto es que cuanto más decae la formación en los valores que inspiran las democracias en su origen, y no en lo que se han convertido, más necesario se hace el control sobre el individuo y la sociedad, y con mayor motivo en las redes sociales. Nada peor que el hombre-masa motivado por el miedo.
Pero la cuestión no es si se vuelve viral en redes una noticia falsa. Recibimos oficialmente noticias falsas cada día y no por eso se censura al emisor. Ayer mismo, el presidente Sánchez dijo en el acto de celebración del 40 aniversario de la llegada del PSOE al poder por primera vez, que él siempre defenderá que hay que cumplir la Constitución Española, se esté gobernando o en la oposición. Lo dice alguien que tiene tres sentencias de inconstitucionalidad y que se ha negado a hacerla cumplir también en Cataluña.
Los políticos mienten constantemente en sus redes sociales y señalan peligrosamentre en algunos casos hacia otras opciones políticas o hacia otros ciudadanos. Algunos, incluso, llegan a alabar a sanguinarios criminales y terroristas, y Twitter nunca suspendió sus cuentas por incitación al odio. Por lo tanto, estamos ante dos argumentos, el de evitar la propagación de odio y el de evitar las fake news, que se caen por su propio peso. El motivo y el objetivo son evidentemente otros menos altruistas.
¿Censuraría alguien en una red social a quien dijera que la Tierra es plana? No, porque se presupone el conocimiento suficiente como para que nadie crea eso. ¿Por qué se censura a quien dice que ha habido un fraude electoral, en vez de esperar a que demuestre que así ha sido? Porque se pretende evitar un posible estallido social. ¿Por qué no se censuran otras manifestaciones de igual trascendencia entonces?
¿Por qué se censura a quien creía que las vacunas contra el Covid19 eran un fraude, en vez de demostrar que no lo eran? Porque era una situación de emergencia mundial. ¿Es esa respuesta suficiente para abrir el camino a la censura?
¿De qué valdría censurar a alguien que elogia a Hitler? ¿No es más eficaz para el objetivo que se supone que persigue esa cancelación, no olvidar qué hizo el líder nacionalsocialista en vez de eliminarlo del debate? ¿No es demostrar lo que hizo, la mejor respuesta al elogio del peor de los asesinos, en vez de la cancelación de ese ignorante?
Censurar es ocultar algo que acaba saliendo al final, porque la realidad siempre se impone. Nada permanece oculto para siempre.
Cuando Orson Welles retransmitió la Guerra de los Mundos a través de la CBS, cundió el pánico entre los estadounidenses que creyeron que les estaban invadiendo los marcianos. La calidad interpretativa de Welles hizo que se desatara la histeria entre los civiles, pero lo cierto es que entonces no había redes sociales que denunciaran que aquello era una pantomima.
La capacidad de manipulación y de polarización de las redes sociales es de sobra conocida. Por eso, cuanto más libres sean las instituciones educativas y quienes se encargan de la docencia, mayor capacidad tendrá el ciudadano para dudar de mensajes extremistas y de la tentación de los gobiernos de controlar la libertad de expresión y el pensamiento.
El problema quizá se halle, además, en la desconfianza que generan las fuentes de muchos organismos oficiales que, vendidos a los gobiernos de turno, generan descrédito. ¿Por qué he de fiarme de los datos oficiales, si desde el propio Gobierno me mienten cuando les conviene?
Se intenta censurar lo malo o lo que creemos o decidimos como sociedad que es malo, para que no ocurra o no se produzca un contagio a través de las redes sociales. ¿Habría que censurar las imágenes de quienes tiran un bote de tomate a un cuadro de Van Gogh, para que no se produjeran más casos similares? ¿O la solución pasa porque cada cual interprete esa acción como correcta o incorrecta según su criterio? ¿Dudamos tanto pues de nuestro sistema educativo como para que creamos que los ciudadanos no serán capaces de entender por sí mismos si destrozar una obra de arte está bien o mal?
Es interesante la denuncia que respecto a todo esto hizo ya en 2011 Eli Pariser cuando habla de los filtros burbuja y de cómo los logaritmos de Google y de las redes sociales trabajan para devolverte el contenido que ellos deciden es con el que debes interactuar. Así, muchos tuiteros se quejaban de que sin seguir determinadas cuentas no hacían más que salirles comentarios de esos perfiles de forma insistentemente extraña, sobre todo cuando se aproximaban unas elecciones.
Lo que se ha pretendido a través de redes sociales como Twitter y Facebook ha sido controlar el pensamiento y con ello las tendencias políticas de los ciudadanos y, a través de su adicción a estos mundos virtuales, convertirlos en personas incapaces de formarse una idea propia sobre nada sin tener en cuenta lo que digan otros en su muro o perfil. Necesitamos más que nunca la aprobación del otro y callamos como nunca antes ante comentarios con los que coincidimos, pero que sabemos quedan fuera del establishment.
De la misma manera, se frotan las manos muchos ahora pidiendo a Musk que cancele a los comunistas o a los ideólogos de la perversa ideología de género, cuyo contagio a través de las redes sociales sí es una realidad que ha poducido un daño irreparable en miles de familias en Occidente. Sin embargo, esto sería hacer exactamente lo mismo que se ha hecho con cuentas del signo contrario.
Si tenemos miedo a que determinados contenidos en redes sociales lleguen a menores de edad, habrá que poner las medidas pertinentes para que esos menores no tengan acceso a estas redes, de la misma manera que no deben tener acceso a otros contenidos en otros soportes.
Twitter no obliga a seguir ni a leer los comentarios de nadie de la misma manera que nadie está obligado a leer el Mein Kampf. Uno es libre de decir que Lenin fue un hombre bueno, que la Tierra es plana, que las vacunas no funcionan y que en Castilla y León los incendios del pasado verano fueron obra de un marciano. Pero lo cierto es que las cosas no son lo que queremos que sean, sino lo que son por sí mismas.
Sin embargo, ensalzar públicamente a un asesino siempre genera una reacción de rechazo que proviene de la defensa de la vida, y que en ocasiones puede generar odio. ¿Tenemos el derecho o la obligación de acabar con el odio? ¿Puede lograrse algo así? ¿Puede decirme el Estado qué debo odiar o amar?
De ahí la importancia de tener un sistema educativo libre, riguroso y exigente que cree ciudadanos libres capaces de interpretar la realidad sin necesidad de un verificador que les indique qué está bien y qué no. Pero claro, ¿a quién le interesa precisamente la libertad individual?