El despertar de mi reflexión ha venido a cuento de la lectura de una entrevista con el joven pensador italiano Diego Fusaro que aparece en el diario The Objetive hablando del cristianismo y de la controvertida figura del actual papa Francisco. Al margen de la valoración que hace de él, con la que comparto parte de su visión, me ha llamado la atención el empleo del término “líquido” para definir al ateísmo que achaca al Bergoglio, según Fusaro.

Según Fusaro, el actual papa “ha olvidado el valor de la verdad y de la trascendencia -en contraposición a su antecesor, Ratzinger, defensor de la tradición y de lo sagrado”. Afirma que en sus discursos “nunca habla de Dios, del alma, de lo sagrado”. Por eso concluye que “La iglesia de Bergoglio es la del ateísmo líquido”, consistente no en la negación de Dios, sino en la “indiferencia al problema de Dios”. Las consecuencias que se derivan de esta trayectoria es la confusión entre diálogo y charleta en el entrono de lo religioso y la ausencia de compromiso terrenal del cristiano. La confusión viene propiciada por la ausencia de verdad, de principios innegociables para la vida del cristiano desde los que se pueda dialogar, confrontar y llegar a esa verdad, lo demás es una charla sobre opiniones. Por otra parte, la ausencia del buen cristiano como aquel que cree en las razones de lo eterno y de lo divino y se comporta consecuentemente en la tierra, nos está llevando a una “religión de la banalidad” en la que “el cristianismo se evapora”.

Todas estas reflexiones me han hecho pensar en las distintas dimensiones que afectan al ser humano y que se reflejan en manifestaciones o expresiones de su vida. Actualmente nada es lo que parece y todo se convierte, en palabras de Pusaro, en la “dictadura del relativismo” de la banalidad y de la nada. Si acudimos a las relaciones personales, ya no hay valores permanentes y estables como la fidelidad, la confianza, la lealtad, la solidaridad, la incondicionalidad, la sinceridad, el compromiso y un largo etcétera. Lo que prima es lo “fluido”, lo “líquido” en cuanto adaptable a todos y cada uno de los momentos y circunstancias. Depende cuándo, con quién, en qué momento… me comporto de una forma u otra. Ya no puede haber diálogo profundo sobre qué pueda ser el amor porque no hay de qué hablar; solo charlamos de amores, actitudes, comportamientos, maneras de ser. El relativismo se ha apoderado de nuestra mente con la normal consecuencia de todo líquido cuando se recalienta: que se “evapora”. Se evapora el amor, el sexo, la familia, la amistad, diluyéndose en vapores modulables a las circunstancias y esfumándose en la nada. La banalidad lo acapara todo.

¿Y qué decir de la política? En estos agobiantes días de precampaña, campaña, recampaña y postcampaña, lo fluido, adaptable y evaporable se hace más presente. Los valores y principios estables del “buen hacer” en política ya no existen. Hoy se anuncia como programa estrella lo que hace unos días o meses se desechó por irrealizable. Se justifica lo injustificable y se callan los comportamientos despreciables de asesinos blanqueados por la fuerza del voto que ahora dicen llamarse “honorables miembros de la izquierda”. Los que segaron vidas de manera injusta se hacen dueños del corral porque su dueño, el que manda, los necesita para seguir gobernando. Todo depende de las circunstancias y de las necesidades de un voto a favor para seguir en el “machito”. Si es preciso, se niega la evidencia, se cambian las reglas del juego y se compran voluntades con el dinero de todos. En el mundo del relativismo todo vale si beneficia mis intereses. Ya no hay diálogo en política porque de nada tienen que dialogar, solo charlan, vociferan y gritan a ver quién es el más importante o el que más voces da. La política también se ha convertido en una banalidad, en un líquido fluido que se está evaporando y diluyendo en la nada.

Al igual que en la religión, en la política también existe un “ateísmo líquido”. No solo no se cree en lo político, en el bien común, en el hacer las cosas bien para los demás, sino que hay una absoluta “indiferencia por el problema del bien común”. El mayor bien en política, que según Aristóteles consiste en el bien común y la felicidad, es indiferente para el político, por lo menos para unos cuantos. La realidad se cambia, se moldea, se fuerza o violenta, si es necesario, para alcanzar objetivos pautados que me permitan permanecer inalterable en el poder. La política también es “fluida”, moldeable y adaptable a las circunstancias.

Y en este devenir del mundo, en esta dictadura del relativismo, ¿qué papel juega el hombre, el ciudadano de a pie? Responder a esta pregunta supone, seguramente, aceptar uno de los peores pronósticos (diagnósticos) que pueda hacerse del hombre de hoy: adormecimiento y alienación. Se ha producido una pérdida de la personalidad, de la identidad como persona o colectivo. Lamentable situación. La decadencia de Occidente sigue adelante.