Pongamos que va un señoro que se siente señora a una tienda. Un señoro con su voz grave, su barba de tres días, su nuez y toda su apariencia de señoro. Pongamos que una inocente cajera desde su cabina ve al señoro y le llama caballero, porque aunque el señoro se sienta señora, es un señoro. Y Pongamos que el señoro con su voz grave, su barba de tres días, su nuez y todos sus santos webos (materiales y figurados), denuncia a la inocente cajera por transfobia y delitos de odio por llamar caballero a un señoro que se siente señora pero es un caballero lo mires por donde lo mires. Este trabalenguas, este colmo del disparate, acaba de ocurrir en un establecimiento de Málaga donde un señoro de nombre Manuel que se siente señora y se hace llamar Cristina ha denunciando a una cajera por llamarle caballero.

La reacción en las redes sociales, que tantas veces son el termómetro que mide la temperatura de la sociedad, ha sido mayoritariamente en defensa de la cajera que defiende su puesto de trabajo y su pan cada día. Créanme, se necesitaría un lector de mentes para ver una señora donde los demás vemos a un caballero muy poco caballeroso.

La estrambótica situación, lejos de visibilizar la problemática, el dolor, las dudas, el sufrimiento que padecen los auténticos casos de disforia de género, que es una gran putada de la naturaleza, lo único que pone sobre la mesa es el disparate de Ley Trans aprobada en España, que convierte a un hombre en una mujer a voluntad, con sólo acudir al Registro. Y no, señoros, ser mujer es mucho más que un deseo, un capricho, un antojo o un sentimiento. Y el señoro de la historia, por muy señora que se haya levantado, con su voz grave, su barba de tres días y su nuez, aleja cada vez más por hartura a la sociedad de este problema, de esta realidad tan angustiosa para quien la padece, apresado en un cuerpo que no le corresponde.

En este 27 de junio, día del Orgullo, una bandera multicolor ondea en los tejados del mundo y también en el mío, que defiendo la diversidad, la pluralidad, lo distinto. Desde mi bandera de mujer hetero, desde el respeto a la libertad de amar, de ser lo que cada cual quiera ser, no voy a caer en la trampa de la supuesta transfobia que padecemos todos aquellos que criticamos estas pasadas de tuerca; aquellos que aún tenemos clara la invisible línea que separa la realidad del disparate, la persona del personaje, la idiotez de la norma, las señoras de los señoros. Que no somos a voluntad, se pongan como se pongan los nuevos inquisidores de lo identitario.

Se sabía y se ha cumplido: esta ley ha llenado de señoros los vestuarios de mujeres, las pruebas deportivas femeninas, las cárceles femeninas, los espacios más privados reservados a mujeres. Han mermado nuestra intimidad, han empequeñecido los grandes logros de las grandes luchadoras. Aquellas, aquellos que dicen defender a las mujeres desde su antihombrismo enfermizo han reducido a la mujer a un deseo, un capricho, una voluntad. Han convertido en Cristina a un Manuel con barba de tres días (dice que va más "cómoda" sin afeitar, al igual que algunas mujeres no se depilan), su voz grave y su nuez. Nada personal contra este señoro, aclaro, sino con quienes les dan argumentos para poder denunciar a una trabajadora que hacía eso, su trabajo, y que aún teniendo a un caballero enfrente le pidió disculpas por llamarle caballero.

Dicen que la libertad de uno termina donde recorte la libertad de los otros, pero en este país hace tiempo que las libertades están prostituidas, desvirtuadas, disfrazadas de lo que no son.

Cristina, Manuel, señoro, caballero, señora por decreto: "ves" al Lidl, haz en paz tus recados, vive en libertad y con alegría tu vida y no te afeites si no quieres. Pero no denuncies a quien viendo a un hombre con sus rasgos de hombre te llame caballero, aunque te sientas una señora con dos santos "cajones", más físicos que figurados. No eres más valiente por ello. Para ser mujer, tolerante y respetuosa con los demás; para ponerte en los zapatos del de enfrente, sea hombre o mujer, tampoco los necesitas.