Dicen mis amigos que soy la que mejores necrológicas escribe. Algunos, no sin cierta coña, incluso me han pedido que se las escriba en vida para poder leerlas; no se la quieren perder.
En Zamora el sol hoy es azul rabioso, azul primavera, y el calor aprieta en este veroño de hojas secas y ganas de piscina, este octubre que no parece octubre. Hace apenas unas horas, en esta tierra de cielos limpios y piedras románicas se nos iba quien hizo de la madera, la piedra y el bronce su lenguaje. Ricardo Flecha, escultor, amigo. Una flecha de ida y vuelta del corazón a la madera y de la madera al corazón.
De Ricardo escribirán que es uno de los máximos exponentes de la escultura religiosa y de la imaginería en Castilla y León. Y lo era, con su obra expresionista, que interpela, que no deja indiferente a nadie: sus Cristos retorcidos de dolor, tan humanos; sus Vírgenes, madres de corazón roto, de latido congelado; su Barandales espigado, enjuto, que anuncia en bronce la salida de las procesiones, las que van por dentro, las de cada día.
Lo era, con la rústica lana de las capas de honras alistanas llevada al bronce, tallada en la madera hilo a hilo, trazo a trazo, como la propia tierra de Aliste, que pierde hijos a golpe de gubia, jirón a jirón, modelando soledades; como sus hombres ancianos y venerables, como los blancos cofrades de Bercianos, que visten por túnica su propia mortaja; como la madre sanabresa de pañuelo negro con su pequeño en brazos que mira hacia la montaña por donde bajó el agua que sepultó el pueblo de Ribadelago, buscando respuestas en el aire, en el agua.
Os hablarán de sus Nazarenos, de sus Cristos, su Ecce Homo apretado de carnes, sus piedades, del Yacente que duerme a los pies de Nuestra Madre; de sus imágenes en Zamora, León, Valladolid, Toro, Vigo, Zaragoza o Medina del Campo, que salen a las calles en los días de la Pasión. De sus cruces de texturas rugosas y crucificados, sus volúmenes y formas, su lenguaje transgresor, sus conceptos nuevos, su valentía, su provocación. Aquella primera maravillosa exposición en Casanova que deslumbraba según entrabas por la puerta. Nuestros encuentros y desencuentros por los egos bobos de la adolescencia tardía, tantas vivencias, tantas cosas, sus padres y los míos, aquel brindis de cumpleaños, el abanderado del primer Coro Sacro, las películas de Super8.
Hoy, bajo el cielo azul limpio y este sol implacable, regreso al estudio de aquel niño, aquel adolescente que ya jugaba con la madera y nos ponía películas de Cine Exin a mis hermanos y a mí, donde olía a plátano por el almacén de fruta paterno y a los líquidos de revelar las viejas fotos en blanco y negro que son parte de nuestra vida; donde culminábamos la procesión del Viernes de Dolores con una chocolatada para los amigos y tantas noches de Semana Santa con chupitos y aceitadas.
Regreso a la infancia última, los años de Avenida y gastar zapato por Santa Clara, a ese otro estudio en la calle de San Andrés, un totum revolutum mágico de pies, manos, cabezas, dibujos, yeso, gubias, desvastadores, limas; el paraíso del alquimista, el santuario de quien no dejó de trabajar hasta el último día, de quien quería más tiempo, más vida, para seguir tallado, dando vida, pulso, latido, a la madera, para abrazar a Pedro, su más perfecta, tierna, obra.
Regreso a las romerías del Lunes de Pentecostés, los días de coger el tomillo, aquellas madrugadas de dulzaina y despertar a los mayordomos; aquellos Domingos de Resurrección de Dos y Pingada y el "Cristo de la Tabla", cuya cuestación de mentira entregábamos al Cristo de los Gitanos de verdad; a los días de niñez y verano a orillas del Lago de Sanabria, la motora del fotógrafo Quintas hundida bajo las aguas, el olor a carboncillo de la academia de mi padre o aquel primer abrazo en el día más triste de mi vida, cuando me arrancaron el corazón de cuajo y mi gente me cosió la herida con amor, con besos y palabras como las de Ricardo, que ahora es también herida en el corazón que no sé cómo se puede cerrar.
Dicen mis amigos que soy la que mejores necrológicas escribe. Lo que no saben es el alto precio de cada palabra, el peso de la memoria, este dolor, esta emoción. Porque cuando un amigo muere, hay una parte nuestra, mía, que muere con él.
Gracias por tu vida, querido Ricardo.