Se están escribiendo río, que digo ríos, océanos de tinta, sobre la despedida de El Juli, y uno, que estuvo en Las Ventas el pasado día 30, víspera de su despedida definitiva en Sevilla, quiere, modestamente, contribuir con su tintero a esta efeméride.

Vi torear a El Juli la primera vez hace unos 30 años cuando era becerrista, y ello sucedió en el municipio madrileño lindando con la Sierra de Gredos, de Robledo de Chabela. Fue un festival en el que fui invitado por entonces alcalde del municipio, al que acompañé a la barrera, ya que, además, yo era su abogado.

Quiero empezar diciendo, que, aunque parezca extraño, el referido alcalde acusado en un asunto muy turbio tenía la extraña circunstancia de que era ciego, o invidente, dicho más finamente.

Naturalmente, yo gustosamente hice de lazarillo, y por aquello que dijo Baltasar Gracián que “los ojos son la puerta de la verdad”, le describía lo mejor que podía y sabía, lo que pasaba en el ruedo. Y recuerdo, porque no se me ha olvidado desde entonces, que en el festival en el que toreaban matadores de toros, cuyo nombre no viene al caso, El Juli, como becerrista, lo hacía en último lugar.

Cual sería mi sorpresa de que la actuación de El Juli fue deslumbrante, rayando en la perfección. Y cuando yo le describía a mi alcalde ciego lo que ocurría, no pude menos de reconocer, con toda justicia, que el mejor de la tarde fue, sin duda, El Juli.

Tanto con el capote como con las banderillas, entonces banderilleaba magníficamente, como hizo en su despedida hace pocos días en Salamanca, como muy especialmente con la muleta, toreó con verdadero gusto, empaque y sabiduría, llevando embebido al becerro por donde quería con una facilidad e intuición prodigiosa. Y para rematar, propinó una gran estocada que le valieron las dos orejas como premio y, naturalmente, la salida a hombros.

El Juli, era casi un niño, y por eso yo, a mi alcalde invidente, se lo denominé como un auténtico niño prodigio, como el tiempo ha demostrado.

Aquella experiencia de ver a El Juli con cien ojos para no perder detalle de lo que veía, me sirvió, como aficionado, para darme cuenta de lo necesario que es concentrarse en los toros y no distraerse con disquisiciones y menudencias, de menos importancia.

Como dijo Corrochano, el gran crítico, “sigue al toro y te encontrarás con el torero”, y si, además, como me sucedió a mí, tienes que contarlo y explicarlo sobre la marcha, la exigencia es aún mayor.

En definitiva, nunca olvidaré aquel festival de Robledo, en el que hice de lazarillo y traductor para quien me necesitaba. Y como se suele decir en el ámbito taurino, recibí la suerte que se estaba repartiendo.