Pocas cosas hay que me pesen en la vida.
Pero sí hay una que cuando me viene a la mente, me hace sentir dolor y rabia: ¿Por qué no fui yo mismo mucho antes?, ¿qué me impedía serlo?
Durante mi adolescencia, mi juventud y algunos años más, me pasé la vida interpretando un papel que creía era el idóneo para encajar allí donde fuese. Esta representación funcionaba con la familia, los amigos, incluso en el trabajo. Un pequeño inciso, está claro que para poder vivir en sociedad, en muchos momentos hemos de tener formación actoral, porque sin ella la convivencia grupal peligraría y estaríamos a diario siendo demasiado sinceros. Y el exceso de sinceridad, además de estar sobrevalorada, genera un daño innecesario y absurdo en la otra persona.
Yo construí mi personaje desde cero, estudié las posibilidades y decidí ser un chico formal, que provenía de una familia media y pretendía tener una vida “normal”. Esa normalidad era realmente mediocridad y casi me cuesta mi esencia y mi sonrisa. Durante un tiempo me las hacía feliz en ese papel, lo interioricé tanto que llegué a creérmelo, pero en realidad no lo era. Era un tonto jugando a tener algo que no quería pero que funcionaba allí donde fuese. Lo que sentía en realidad era un profundo miedo a ser yo mismo y que ese yo no encajase con el resto de piezas del puzle. Que ese yo no gustase al resto de mi entorno o incluso que lo detestasen.
Un buen día todo quebró a mi alrededor, porque esa vida inventada es tan frágil que hay que ir poniéndole muchas tiritas en forma de mentiras, de forma que con cualquier golpe todo puede desmoronarse. Y así fue, todo el castillo de naipes se vino abajo. Desapareciendo el actor que vivía en mí y saliendo a la luz mi verdadero ser, mi verdadera naturaleza. En mi caso, fue involuntario, más bien forzado. Alguien zarandeó mi mundo artificial con tal fuerza que se rompió en pedazos y me puso cara a cara con mi realidad delante del espejo. De primeras, ese acto me sobrepasó, pero a la larga lo agradecería. Y así fue, después de vivir mi gran mentira y despertar siendo mi verdadero yo pude atisbar trazos de felicidad. Ahora lamento que aquella explosión no llegase antes, porque considero perdida parte de mi vida interpretando, las 24 horas, los 7 días de la semana, aquel personaje. Pienso que ya no puedo ni podré recuperar aquellos momentos, donde hubiera sido libre, aunque viva el resto de mis días rápido, muy rápido, como si fuese a morir mañana. Esa sensación que me crea un nudo en la boca del estómago, me entristece y apena, también me da fuerza y me hace seguir siendo yo mismo, sin pretender ser imagen de nada ni de nadie, sin vender una absurda idealidad, con todos mis defectos y virtudes, pero siendo un hombre que lucha duro a diario.
Este hombre busca pasar sus días con destellos de felicidad y rodeado de personas bonitas que no te juzgan, que te aprecian y quieren. Gente enamorada de este yo real que ha estado tanto tiempo latente, dormido y, por fin, ha despertado.