Ocurría el martes, cuando anochecía. La luna se apagó un momentito y los pájaros dejaron de cantar. Las campanas de las espadañas se detuvieron y las estrellas cerraron los ojos. Fue una milésima de segundo, apenas un suspiro. El último suspiro de Jesús, Jesuso, en la tierra, mientras volaba a un lugar que se supone mejor, al paraíso donde se reúne la gran familia del folclore cuando se vuelven transparentes en el aire. Ahí, donde está el Marazuela con el gran Silva y Reyes, y todos los que se han ido a solemnizar las procesiones y alegrar los pasacalles de todos los músicos que en el mundo han sido.
No es la música culta que se hizo para elevarse hasta Dios en los altares ni la que se compuso para los salones palaciegos, ni la que se aprende en los conservatorios a golpe de metrónomo. Es música de pueblo, romances y coplas, jotas, entradillas y rondas, agarraos, valseos, habas y charros, corridos, y culadas y los mandamientos del hombre y del amor. Música escrita, cantada, contada de generación en generación, medida en los latidos, el pulso de las celebraciones. Música del pueblo -qué importante es el artículo-, que también sube a Dios por el aire, que brota de la raíz de la tierra y corre por la sangre, por la savia de plantas y flores.
Nadie lo sabe, pero cuando un redoblante, un bombo, un dulzainero, un gaitero, se marchan, el tiempo se detiene ese instante imperceptible, sólo un suspiro, porque nuestra historia pierde un trocito, un capítulo de su alegría, ritos y costumbres, las voces antiguas que fueron enredándose con el viento.
Cuando un músico del pueblo se va, se queda sin memoria el mundo. Lo aprendí el día que voló el abuelo de los Pascual de Guarrate, Dani y su familia de músicos, que cambió el cornetín de la guerra a la que nunca quiso ir por un clarinete que hizo bailar y soñar a toda La Guareña. Qué sería del pueblo si García Matos, Manzano, Carril, Bermúdez, Madrid y el Jambri, el maestro Joaquín Díaz, Porro, Paco Blanco, todos, tantos, no hubiesen recorrido los mapas de la memoria casa por casa, puerta por puerta, recogiendo los tesoros de los ancianos, los venerables. Qué sería de Sanabria sin la voz de Edelio, pura como el Lago en las alboradas de San Bartolo, el rabel de Ruth, el fole de Lucas por Porto, la chaconeada de Pepa, Federico subiendo por la Senda de los Monjes a San Martín, la Virgen de La Concha en sus años duros, sin apenas romeros, sin la dulzaina de Efraín.
Qué sería de los niños sin las historias, cuentos y chascarrillos del Guti, Quico y Celso, tres vellas de romería, el pa acá y pa allá, las culadas de la Tomasa con sus calabazas de Aliste en las orejas y sus corales en el cuello. Qué sería de la memoria, las voces de la Salamanca rural, sin los Mayalde pregonándola en fiestas y escenarios, sin Eusebio y sus achiperres, brindis y bendiciones, sin el Mariquelo y su caballo, el pandero de Peñaparda de Raúl, sin Cefe enseñando cómo bailar con el alma sin levantar los pies del suelo, como baila la Melero aunque sea de Palencia, para transformarse con Uge en artista de varietés cantando la Señorita del Acueducto. Y es que Segovia suena distinta cuando canta desde el vientre de la bodega de los Mellizos en Lastras de Cuéllar o cuando los Ramos despliegan sus habilidades; suena distinta cuando suena por Pablo Zamarrón, y Juanjo y Henar, y los eneros son distintos si la cuadrilla de León -mi "jato" Gaby, el sabio David, Ramde, el gran Diego Triana, tanta gente buena- saca los Guirrios y las Madamas a correr por la nieve, y es también distinto lo que aprenden los niños zamoranos de la mano de Goyo y Jorge y las sonajas mágicas de las panderetas de Anxel en las manos de la Zagaleja y la diosa Soltxu, o los nuevos ingenios que se sacan Marta y Juan Manuel de la manga; como son distintas las fiestas de guardar cuando Mondelo hace prodigios con la flauta de tres agujeros y el tamboril, cuando resucita las viejas melodías que duermen en los recuerdos, en tierra de pastores y manos que trabajan la tierra.
Se lo prometió el lunes al Chana y a Juanma, mirando ya de frente a la muerte: Jesuso dijo que se aparecería en la próxima juntá, donde siempre están presentes los que se han ido. Y si no se aparecen, somos nosotros los que le salimos al encuentro. La voz del pueblo no es la de los que negocian salvar su culo y engordar su cuenta en las instituciones ni de los que tiran del cordel por ambos extremos hasta romper la cuerda de la convivencia resucitando fantasmas. La voz del pueblo ruge en las gargantas de quienes la cantan.
Cuando un músico del pueblo se muere, la voz del pueblo enmudece, el corazón del pueblo se encoge y guarda su nombre sin luto. Y allá donde se junten otros músicos del pueblo será eterno.
Buen viaje.