Resulta difícil creer en el amor en estos tiempos de guerra en que el odio se expande como una pandemia, en el que son las bombas y los misiles los que iluminan el cielo del mundo en la noche ocultando a las estrellas.
Amor, sólo amor, en estos días de la ira en los que hay que echar mano de una pastilla para el estómago antes de ver los noticieros, las miserias, las cloacas de la humanidad.
Veintiún siglos caminando para derivar en la brutalidad de las cavernas con tecnología puntera, con el fundamentalismo por bandera, con el desprecio por la vida, lo que somos y valemos.
Una pastilla invisible, pequeñita, sanadora, para no vomitar el asco, la pena, la impotencia que me produce tanta violencia, tanta codicia, tanto inocente sacrificado por aquellos que sueñan con repartirse el mundo como si fuese un tablero de ajedrez sacrificando a sus propios peones, sus caballos, sus torres y todo lo que puedan llevarse por delante.
En mi pequeño mundo, el de los afectos, de carnes adentro, este sábado celebramos el día del amor. Hoy se casa Ana (a la que vi prácticamente crecer en el vientre de su madre hasta derivar en la espléndida mujer que es hoy), con Aitor, su novio, compañero de vida elegido entre los millones de hombres que pueblan la tierra. Sólo él. Sólo tú. Qué suerte la tuya, la vuestra.
Escribo esto mientras Rosa, peluquera y amiga, clava dos peinecillos de nácar y plata en mi pelo, y me hace unas ondas como si fuese el mar gaditano bajo la caricia del Levante. Hoy por el pelo, por la cabeza, surcan barquitos de alegría.
Superada ya la época loca de bodas de mis amigos y contemporáneos -que aún firmaban todos aunque no todos arribasen a buen puerto-, llega ahora el turno de casar a los hijos de los amigos, esos sobrinos postizos que te da el corazón, no la sangre; que te recuerdan que ya no somos aquellos jóvenes guapos, tersos, de carnes apretadas que hoy nos desafían con sus apabullantes ganas de comerse el mundo.
Recuerdo a la Ana niña jugando, soñando por las calles de nuestro casco antiguo, iluminándolo todo con su presencia menuda, tan hermosa, tan frágil de apariencia, tan fuerte en sus murallas internas.
La recuerdo blanca; blanca y radiante como una novia en el día de su Primera Comunión, el pelo suelto de niña, la medallita de oro en el pecho, aquellas rosas blancas que escribí, la inocencia por bandera, la vida por delante.
Esa inocencia que no ha perdido, que mantiene su mirada oscura y su sonrisa tan pura, tan de verdad, tan a contracorriente en estos tiempos donde casi todo es mentira.
Se preguntarán que a cuento de qué pregono mi vida, lo de dentro, lo que escuece, lo que duele, lo que sana. Ana era muy pequeña cuando ya me regalaba sus abrazos, su desparpajo, su valiente y aguda mirada a la vida, siempre de frente, viniera lo que viniera.
Así la parió su madre, mi amiga, que ha enseñado a sus dos hijas a caminar rectas, maravillosas por el mundo; que se comía las penas y soledades en bocadillo, bien apretadas en el pan, entre los para que nada de las sinrazones de los adultos llegase, tocase a sus niñas, que merecían una infancia feliz, plena; una vida feliz, plena, como la que desea cada madre para sus hijos.
Se preguntarán por qué escribo esto a dos minutos de enfundarme en un vestido de tiros largos, trayendo a esta ventana retazos de mi vida que probablemente no interesen a nadie.
Pero es que ayer, esta madrugada, ya hoy, reflexionaba sobre este mundo sin corazón, sobre la tremenda suerte de querer y ser querida, de amar y ser amado, y quise traer a mis letras esta boda, este compromiso en una sociedad que ya no se compromete con nada, por nada; esta mutua entrega en una tierra donde ya nadie comparte su todo.
Pensaba que en este mundo en guerra, desatado, acelerado, sin alma, sólo el amor nos salva, nos hace humanos, nos hace libres.
Que lo más pequeño, lo más cotidiano, como puede ser el amor mismo, llega a ser noticia en este mundo de batallas perdidas y deslealtades, de egos desmedidos y cadáveres de niños, jóvenes, ancianos, en contiendas que les son ajenas, que les caen sobre la vida como losas porque tuvieron la buena o la mala suerte de nacer en un pedazo de mapa, de educarse en una determinada creencia.
En Zamora hoy brilla un sol de veroño en un cielo azul insultante, que es como llamo yo al cielo de esta tierra, tan grande, tan inmenso, que nos tapa a todos.
En este mundo que genera a diario miles de noticias que a fuerza de ser repetidas día tras día terminan haciéndose cotidianas, en que la violencia es el postre que comemos en plato de plasma líquida, que el amor se imponga, inunde todo, es la cosa más bonita que se me ocurre escribir.
Aunque sea una pequeña boda en esta remota ciudad del oeste con novios anónimos, como usted, como yo, pequeñas partículas andantes en el universo inabarcable, a fuerza de odiarnos, quererse así es noticia.
Gracias, Ana y Aitor, por este regalo, esta bocanada de alegría y de ternura; este amor vuestro en estos malos tiempos para la lírica. Este amor en los tiempos del cólera.