Hoy, en muchas zonas de la Comunidad Valenciana y otras partes de España, el agua ha arrasado calles, carreteras y hogares, los recuerdos y las esperanzas de cientos de personas.
Es imposible ver las imágenes sin sentir el dolor de quienes han perdido todo en cuestión de horas. Familias que, al despertar esta mañana, se enfrentaban a una realidad en la que sus pertenencias están bajo el agua, y sus recuerdos, destruidos.
La última DANA ha golpeado España con una brutalidad que duele en lo más profundo, dejando vidas destruidas y hogares arrasados.
Es una tragedia que afecta a miles de personas, muchas de las cuales han perdido todo. Para quienes estamos aquí, viendo cómo el agua se lleva pertenencias, ilusiones y seguridad, resulta inevitable sentir un nudo en la garganta.
Este dolor no se apaga con promesas; exige respuestas y, sobre todo, un compromiso real de nuestros gobernantes.
Esta tragedia revela lo vulnerables que somos ante la fuerza del clima y, peor aún, cómo esa vulnerabilidad se agrava con decisiones políticas que dejan a la ciudadanía aún más desprotegida.
La Comunidad Valenciana, una de las más afectadas por la DANA, tenía en sus manos una herramienta fundamental para afrontar desastres de esta magnitud: la Unidad Valenciana de Emergencias (UVE).
Creada en 2023 bajo el mandato de Ximo Puig, la UVE prometía una respuesta rápida y especializada ante emergencias como esta.
Sin embargo, en noviembre de ese mismo año, el nuevo presidente de la Generalitat, Carlos Mazón (PP), decidió desmantelarla al considerarla un “chiringuito” innecesario, argumentando que duplicaba funciones y que debía evitarse el gasto.
Hoy, mientras las personas afectadas claman por ayuda y los equipos de emergencia se ven sobrepasados, no podemos evitar preguntarnos: ¿hubiera marcado la diferencia tener una unidad como la UVE plenamente operativa?
En un momento en que cada minuto cuenta, la desaparición de este recurso nos recuerda que las decisiones políticas tienen consecuencias reales y, en ocasiones, irreversibles.
Mazón defendió su eliminación en nombre de la eficiencia, pero ¿cómo explicar esta “eficiencia” a quienes han perdido su hogar o, peor aún, a quienes buscan a un ser querido entre el lodo y los escombros?
Para nuestra generación, estas tragedias además de representar la crisis de hoy; son un aviso de lo que puede convertirse en la norma si seguimos descuidando nuestra capacidad de respuesta y adaptabilidad.
No basta con reaccionar cuando el desastre ya ha ocurrido. Necesitamos sistemas de prevención y reacción que no dependan de una administración concreta ni de la coyuntura política del momento.
Porque cada vez que una DANA o un incendio arrasa con vidas y hogares, sentimos que el país retrocede, mientras que quienes toman las decisiones -dando igual el color de su partido- parecen mirar hacia otro lado.
El dolor que embarga a miles de personas hoy debería ser suficiente para despertar una acción real, una inversión constante en recursos que protejan a la ciudadanía, independientemente de las disputas políticas.
Porque si algo queda claro con cada desastre, es que no se trata de duplicar estructuras, sino de salvar vidas y asegurar un futuro en el que podamos vivir sin miedo a que, una y otra vez, el clima y la falta de previsión nos dejen desamparados.
La devastación no es solo un dato ni una estadística; es la vida de personas que hoy están viviendo el día más difícil que puedan recordar.
Ver a quienes, con ojos cansados y manos temblorosas, intentan salvar lo poco que queda en pie, es un recordatorio de nuestra fragilidad frente a la naturaleza.
La rabia y el dolor se mezclan, pero también surge la esperanza en cada gesto solidario, en cada abrazo entre vecinos, y en cada esfuerzo por ayudar a quienes lo han perdido todo.
Hoy, más que nunca, necesitamos estar unidos y recordar que detrás de cada cifra hay historias, vidas y personas que merecen volver a levantarse.