Los días pasan pero hay imágenes que no se borran, que se quedan fijadas en la mente, tatuadas en el alma. Pasan los días, pero parece que desde mi casa de Zamora escucho las paladas en el barro, los pasos de miles de voluntarios encaminándose hacia la cuenca Mediterránea.

Escucho también el silencio de la muerte, ese silencio de quienes lo han perdido todo y me sobrecoge la resignación de quienes aún buscan a su familia bajo las aguas.

Estoy lejos, pero duele tanto que a veces hasta me siento culpable, mal, porque tengo una cama y un techo. Y cuando como pienso en las largas colas del hambre, y cuando llega la noche pienso en quienes están a oscuras y duermen de prestado.

Quizá porque mi tierra, Zamora, también lleva el costurón de una tragedia bajo las aguas que lleva 65 años intentando cicatrizar, entiendo también la rabia, la indignación, ese tremendo dolor convertido en ira, y a todos los abrazo, sin banderas, colores o credos que nos han intentado vender de forma espúrea.

De nada sirve la violencia, pero sus voces, su rabia, brotaban de las tripas, de dentro. Nada más. Nada menos.

Pasan los días, pero no quiero que sus rostros, sus voces, se borren nunca. Desde aquí, desde casa, escribo, limpio sus lágrimas con mis propias lágrimas, me duele el alma no tener en las manos la varita mágica que pudiese aliviar tanta pérdida, no estar allí hombro con hombro.

Mientras, aunque pasen los días, persiste el espectáculo vergonzoso de las culpas entre administraciones y partidos sobre centenares de cadáveres.

Buitres miserables planean sobre la catástrofe, sobre miles de damnificados, intentando arañar votos cuando ni siquiera se ha terminado de socorrer, de atender a las víctimas, de organizar todas las ayudas y hacerlas efectivas. Dais asco.

Sólo ese ejército ciudadano, esas marchas de jóvenes voluntarios, salvan la cara de este país mientras el ejército profesional, nuestros soldados, se mordían las uñas de rabia en los cuarteles porque nadie daba la orden de ir. Manda huevos.

Sólo la solidaridad, la unión de todo el país en la desgracia, limpia la cara de una tragedia que ha barrido del mapa casas, calles, que ha arrebatado a un padre a sus hijos de los brazos, que se ha llevado por delante la vida y la alegría de tantas familias.

Y aquí, ahora, lejos, pero modelada en el mismo barro de todos aquellos que han arrimado el hombro por amor a los demás, por pura humanidad, me pregunto de qué madera están hechos algunos políticos, si pueden dormir tranquilos, si tienen entrañas.

Me pregunto de qué pasta están hechos los que piensan en votos y elecciones en lugar de estar al lado de las víctimas; los que no piden perdón ante tanto fallo tanto en el (des)Gobierno de España como en la Generalitat Valenciana; los que no se van a casa porque no han hecho bien su trabajo sin necesidad de que nadie se lo pida, por pura decencia, si la tuvieran.

Pasan los días, pero mi reloj sigue detenido en esa tarde que paralizó el tiempo en el Mediterráneo.

Y me pregunto qué tienen en la cabeza, en el corazón, los que hacen su batalla mediática en las redes y en la prensa vendida -que no es prensa, que debería llamarse de otra manera- mientras hombres y mujeres aún buscan a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos, a sus vecinos entre los restos prensados de coches, lodo, vegetación, tanto horror.

Pasan los días y me pregunto también si las promesas y las ayudas llegarán en tiempo y forma a las víctimas; si habrá una forma de paliar en algo lo material donde lo personal es irrecuperable y tanto el Gobierno como la Comunidad cumplirán sus palabras.

Si de verdad nuestros impuestos llegarán a quienes lo necesitan de forma inmediata, a quienes contribuyen como usted, como yo, no siendo que se queden en barracones como las víctimas del volcán de La Palma, sin tierra y sin futuro como mi Sierra de La Culebra, que ahí sigue como un esqueleto calcinado sobre las cenizas de sus víctimas mortales.

Quizá porque vengo de una tierra con heridas antiguas sin cerrar y con la piel y el corazón quemados hace apenas dos años en el terrible incendio de la Sierra de La Culebra, espero que sea España entera la que haga cumplir esas promesas, esas ayudas.

Que no dejen una sola cicatriz por suturar. No, no sois lo invisible; sois lo que permanece.

Y aquí, lejos, escribo entre el dolor y la esperanza, con una brutal certeza: nunca quiero ser como ellos, buitres de traje y corbata sobrevolando el barro sin mancharse.