Mucho cachondeo con que Maduro decretara la Navidad en octubre pero mi amigo Raúl ya ha tenido la cena de empresa. Con el cierre del año los comerciales están liadísimos y en diciembre “es tarde, viene muy mal” (sic). Hace una semana ya estaban de resaca con la oficina llena de miradas incómodas y sin días libres inminentes para esquivar el sonrojo.

La avanzadilla fueron los turrones. Hace tanto que están que he llegado a dudar que alguna vez los retiraran de los lineales. Como esos bares de barrio que mantienen todo el año aquel poco de espumillón y dos o tres bolas rojas entre la botella de Larios y la de Licor 43. Con mayor rotación, pero parecido efecto, asomaba ya un envoltorio de campanas doradas camuflado entre el resto de chocolates en plena vuelta al cole.

Conozco gente que va por el tercer calendario de adviento. Lo de los turrones no es nada en comparación. Porque el calendario de adviento… es que es de adviento. Y a este paso los niños van a acabar pensando que el adviento es un material, como pensaba yo que era el reglamento de los balones de mi hermano.

No hablo de religión, tan sólo me pregunto por el respeto a la entidad de las cosas. Es que si yo fuese un calendario de adviento, me ofendería tremendamente ser perforado a lo loco cualquier día de cualquier mes. Numerado del 1 al 25, se le supone un único modo de empleo, una posología concreta y con bastante encanto, además. En el fondo, el encanto que proporciona la liturgia de esperar. Con ese propósito didáctico lo crearon los alemanes en el siglo XIX: como herramienta práctica de paciencia en la cuenta atrás hasta Navidad. Así que pienso en gente abriendo ventanitas a cascoporro, un calendario tras otro, y sólo veo personajes expulsados por Willy Wonka de la Fábrica de chocolate.

El canal de impulso, hasta ahora contenido en la línea de cajas, ha vencido al control de impulsos y amenaza con llegar hasta el pasillo de los detergentes. La tentación se desparrama por el súper. Uno avanza sorteando (o recolectando) polvorones, bombones, panettones y demás familia hasta que se da de bruces con una torre de roscones de Reyes bajo un cartel de Feliz año nuevo. Pura distopía. Llegaremos a Navidad habiéndola vivido ya. Exhaustos. Empachados. Aburridos. Como el personaje de Ennui en Inside Out 2. Dice mi profesor de inglés que si está en un comercio y suena el villancico de Mariah Carey, él suelta lo que lleve y sale corriendo. Da la clave: “antes no me disgustaba pero de tanto oírlo, ya no lo puedo soportar.”

Es lo desmedido lo que acaba por saturar hasta la deformación. Una cuenta rápida como ejemplo: en Vigo encendieron el árbol (con todos sus avíos) el 16 de noviembre, y desde entonces es oficialmente Navidad. Si tiras hasta que pase la cabalgata, te salen dos meses con la movida. En Burgos hay veranos que no duran tanto.

Comprendo los mecanismos que subyacen a esta ansia por estirar cada oportunidad de mercado pero no tengo claro que la escalada sea inocua. Una cosa era desestacionalizar el turismo amontonado en agosto y otra muy distinta es desestacionalizar la Navidad hasta que pierda el sentido. Nos va a pillar todo tan mal de tiempo que en unos años la cabalgata de Reyes retrasmitirá su deportación por haberse resistido hasta el final a adelantar la entrega de los regalos.