Por la senda de los calefactores y de las calderas de pellets camino como un monje antiguo. No tengo miedo, pues ese lugar con olor a serrín y a goma no me resulta extraño. Los hombres lentos acudimos a él cuando estamos solos, cuando nos sentimos inútiles y desgraciados. Por esa olímpica nave deambulamos pobres diablos tratando de recuperar el vigor perdido, recordándonos que pertenecemos al mismo género que quienes levantaron grandes ciudades, desviaron poderosos ríos y subieron a las estrellas.

La cordialidad confronta con nuestra homínida distracción de crear, modificar y  destruir. En el rendezvous de polígono industrial los hombres de secano hemos  encontrado nuestro lugar seguro, un permanente mercado de ganado o el bar donde nos conocían por nuestro nombre, en un mundo que en un abrir y cerrar de ojos nos los ha arrebatado. Nos saludamos, como cuando te cruzas con alguien desconocido en el monte, y también nos damos pragmáticos consejos sobre suelos  laminados, haraganes, ventanas oscilobatientes y puertas de sapelly.

Incluso un trabajador, calvo como una rana, tuvo a bien recomendarme una broca más efectiva y más económica que la que llevaba en la mano. El Obramat es nuestro verdejito con las de Entrepinos, nuestro frizzante en la bañera o la milcolores de quien tiene algo que perder.

En este mundo ilusorio dejamos de ser hombres blandengues temerosos de Dios para ser el pladurista colombiano que se enchufa un bocadillo con un litro de fanta a las doce de la mañana o el reformista moldavo que a las seis abre el Bar López de calle Virgen de la Saleta con el Canal 24 horas, un café solo y tres cigarrillos pal’ pecho.

Nace entonces el sueño primigenio de usucapir una llanura salpicada en lontananza por suaves cerros testigo para levantar nuestro propio hogar, escribir un manual de desobediencia civil y morir trágicamente en el fondo del embalse del Bajoz tratando de pescar unas tencas que freír durante la noche. Ser capaz de la manutención real de una familia, cuan grande sea, porque su descanso dependerá de tu pericia como dependió de tu abuelo, de Juan de Herrera, de Brunelleschi o de Agripa.

 El verdadero drama supone salir de la espacial nave por la senda de los calefactores y las calderas de pellets con energías renovadas y, tras unos minutos de serenidad, ya montando en tu caballo de hierro, saber que te has dejado un tercio de la nómina en productos que solo podrán moldear hombres que sacrificaron la cobardía en el altar de su ambición.