La Marca España se llama corrupción
En las Españas, Mario, las noticias sobre corrupción política son el pan nuestro de cada día: la rapiña desaforada de los Pujol; el caso Nóos del exdeportista tontucio; los ERE desvergonzados de Andalucía; las tarjetas negrísimas de la Caja Madrid de Blesa; las trapacerías de Rato en el globo de Bankia; los enjuagues económicos durante la visita del Papa a Valencia en 2006; Luis Bárcenas, el PP y la Gürtel; la operación Púnica del dandi insolente Granados, la Lezo del cantamañanas Juan Ignacio González… O sea, la corrupción convertida en la auténtica Marca España de la que tanto cacareaba el exministro Margallo, ay.
Esta patulea de mierda y de mierdas que nos arrojan a todas horas desde los medios de comunicación parece el cuento de nunca acabar, Las mil y una noches en versión hispano-fenicia o así. Un país reducido a una inmensa cloaca en la que el hedor resulta insoportable.
Y uno malicia que, pese a la retahíla interminable de casos y pícaros, se trata solo de la punta de un gran iceberg. Un mundo subterráneo de golfos que comenzó a forjarse al mismo tiempo que llegaba la democracia. Truhanes infiltrados en los grandes partidos políticos que se han aprovechado durante años de la ingenuidad de un pueblo adocenado por cuarenta años de dictadura y han convertido el país en una fosa séptica grandiosa.
Pero la corrupción no es solo meter directamente la mano en la caja. Hay otras podredumbres de las que se habla menos, por ejemplo, todos esos órganos duplicados e inútiles que se han ido creando poco a poco para colocar a los amiguetes y familiares del gobernante de turno, o los cientos de miles de empleados públicos que se han hecho con un puesto en lo público no mediante el sistema de igualdad, mérito y capacidad que garantiza una oposición libre, sino mediante dedazos y amaños descarados.
La pena es que el ciudadano de a pie no sea consciente de las consecuencias incalculables que ha tenido este desfalco colosal. Acaso la deuda pública española no sería tan estratosférica si no se hubiera robado y malgastado tanto dinero, la sanidad pública y la educación no estarían sufriendo la precariedad de medios a que están sometidas en la actualidad, habría más fondos para atender a las personas dependientes, etcétera.
El problema de los países del sur es que el saqueo de lo público se ve con ojos muy condescendientes. Meter la mano en la caja, defraudar al fisco, colocar a familiares y amigos en lo público, repartir subvenciones entre afines o dilapidar el dinero de todos en fastos y proyectos inútiles se ve todavía por la sociedad con ojos demasiado tolerantes.
Estas prácticas putrefactas solo desaparecerán si los electores se conciencian y empiezan a castigar en las urnas a sus autores, sean del signo que sean. Algo difícil en un país de bandos donde cada cual se enfunda en su camiseta ideológica y disculpa todas las tropelías de los suyos.
La democracia exige que el ciudadano esté muy atento al quehacer público y ejercite el derecho al voto con responsabilidad. Mientras esto no suceda, será difícil que podamos dejar de taparnos la nariz. Incluso el ladrón de lo público deja de verse como un chorizo si, tras robos continuados, el ciudadano vuelve a premiarlo con su voto para que siga en el cargo otros cuatro años. Pues a seguir metiendo la mano o despilfarrando el dinero, ay.