Castilla y León

Castilla y León

Región

Castillo de Tejeda, perla de una familia de usurpadores

8 julio, 2018 04:43

El campo charro está repleto de pueblos que en su día ostentaron estratégicos papeles durante el entrelazado guión de la Reconquista cristiana. Prueba de ello, los castillos y fortalezas erigidos en sus terrenos para defender la tierra recuperada. Pero el célere progreso que acompaña al inexorable paso del tiempo, en algunos casos, junto a la incomprensible acción olvidadiza y destructora del hombre, en los más, relegaron al baúl del olvido a decenas de estos diamantes mudos de la historia. El cuarto capítulo de esta serie dominical se acerca hasta el señorial castillo de Tejeda, uno de los ejemplos que aún sobreviven clamando al cielo una urgente cura para evitar que engrose tan nefasta lista de fortalezas que ya desaparecieron.

En estado de ruina progresiva, levantado sobre una pequeña elevación al este de la localidad por Fernando de Tejeda en el siglo XV y dominando por tanto la zona, su permanencia para el libro de los anales se ve sometida cada día a una rocambolesca ruleta de la fortuna de un destino que, en el caso de registrarse los huracanados vientos y temporales de lluvia que el cada vez más loco tiempo depara a la provincia de Salamanca, pueden provocar cualquier día su derrumbe definitivo.

Como ocurre con muchas otras fortalezas de la provincia de Salamanca, su pertenencia a manos privadas ha favorecido su declive durante siglos, cual herida sin cicatrizar que sangra día tras día. Nobles y demás familias de alta alcurnia, con posesiones en toda España, han relegado a un segundo plano estas joyas arquitectónicas a pesar de estar protegidas bajo el Decreto de 22 de abril de 1949 y la Ley 16/1985 sobre el Patrimonio Histórico Español, como el castillo de Tejeda, a principios del siglo XX propiedad de la marquesa de Mesa de Asta, según apunta Antonio García Boiza en su inventario de 1937. Construido en pizarra trabada con mortero y esquinas de granito, esta fortaleza está compuesta por una torre grande y rectangular que, al parecer, tuvo suelos de madera, con troneras abajo para cañones, un recinto cuadrado con lados de unos 23 metros y pequeños cubos a los ángulos, así como otro receptáculo dando guarda a la puerta, además de habitaciones adheridas en el interior y fuera una barbacana destruida con su foso.

La belleza está en el interior, recoge el acertado saber popular. Y no se equivoca con el castillo de Tejeda, perla de una familia de usurpadores capaces de poner en jaque a los monarcas de la última fase de la Edad Media y que esconde una de esas historias para contar al regazo del caluroso fuego de una chimenea. Un manuscrito de la Biblioteca Nacional de Madrid contiene varias pesquisas realizadas por Juan II entre 1433 y 1452 ante las quejas de usurpaciones a cargo de procuradores de la ciudad, siendo las de Salamanca las más insistentes, por lo que se envió a un bachiller para verificar tales acusaciones. Entre las familias más perseguidas estuvo la de los Tejeda, dando nombre al municipio que actualmente también integra al poblado de Segoyuela. Así lo confirma una carta regia de 1450, conservada en el Archivo Municipal, que revela cómo el monarca había sido informado de que Fernando de Tejeda estaba construyendo una «casa y torre fuerte sin mi licencia», por lo que ordenó paralizar la obra, investigando además los atropellos que los vecinos aseguraban sufrir: “Ha tenido y tiene en la dicha Tejeda forca y cepo y alcaldes, y usa de la jurisdicción civil y criminal y de las otras cosas contra voluntad de la dicha ciudad (en referencia a Salamanca, bajo cuyo concejo estaba esta localidad)”. Años antes, su predecesor, Alfonso de Tejeda, había sido objeto de las mismas pesquisas por similares hechos delictivos.

El usurpador tenía las ideas muy claras. Fue despoblando los núcleos cercanos para, si no lo impedía la justicia, fortalecer Tejeda como cabecera de un señorío e incluso fue acusado de llegar a perturbar las cercanas localidades conocidas hoy como Navarredonda de la Rinconada y Rinconada de la Sierra. Tal era el descontento vecinal y su impotencia por la ausencia de justicia que, quienes podían, se acercaban hasta la capital charra para dar fe de que “venían algunos labradores del dicho lugar a quejarse al concejo de la dicha ciudad para que les provea de muchas sinrazones y agravios que les hace el dicho Fernando de Tejeda, que el dicho concejo no les provee, por razón de los muchos parientes que tiene en el dicho concejo, que lo favorecen, y por las divisiones de los bandos de dicha ciudad”. Hasta hubo quienes prefirieron caer bajo la tutela del señor de Miranda del Castañar para que los defendiese del usurpador.

El rey actuó entonces sin piedad, restableciendo la jurisdicción de Salamanca sobre Tejeda y ordenando derribar la horca que como símbolo de soberanía había plantado allí Fernando de Tejeda. Hasta la misma localidad se desplazaron las autoridades de la capital, pero fueron testigos de una curiosa estampa que refleja el terror que padecían los vecinos. Una vez en la zona, tras quemar la citada horca, no consiguieron ver a nadie por las calles. Las casas estaban vacías, cual pueblo fantasma. Y es que tal era el pavor y manipulación sufrida por estos vecinos, atemorizados previamente por el usurpador, que se habían refugiado en la iglesia con sus hijos y unos pocos enseres «por si los recién llegados les pudiesen tomar sus haciendas y azotarlos y hacer otros males». Nada más lejos de la realidad. La justicia señorial quedó abolida, para alivio de campesinos y labradores que ocupaban aquellas tierras, las obras de la torre de Tejeda se interrumpieron y Salamanca retomó el control jurisdiccional sobre los entonces términos de Tejeda, Arévalo, San Miguel de Asperones y Navarredonda.

Tras este episodio más propio de una novela caballeresca con ciertos remiendos de intriga y emoción, el castillo de Tejeda, que tanto costó levantarse, ha sido objeto de los avatares del éxodo rural y la pérdida de peso social de los pueblos del interior de la Península en favor de los grandes núcleos donde cada día se construyen cientos de edificios. Pero en este caso, a la ruina del castillo, tal vez fruto de la venganza o bien por necesidad, contribuyeron los vecinos de la localidad con la utilización de las piedras para construir sus viviendas y la iglesia parroquial. Ironías de un destino siempre cargado de sorpresas.