El 29 de agosto de 1520 una nutrida representación de las ciudades con voz y voto en las Cortes de Castilla visitó a la reina Juana en su melancólico retiro de Tordesillas. Contar con el respaldo de la hija de Isabel la Católica, a la que muchos consideraban cuerda y confinada de forma injusta, era un espaldarazo definitivo a la legitimidad de los protagonistas de la revuelta comunera contra Carlos I, cuya política de impuestos y su condición de extranjero no habían granjeado una buena reputación entre los sectores más ambiciosos del reino.

Sin embargo, Juana no quiso intervenir en asuntos políticos, lo que frustró las esperanzas de los nobles sublevados. Aquella esperada entrevista supuso un punto de inflexión en un movimiento que fue diluyéndose en sus propias contradicciones internas hasta concluir en el episodio de Villalar con la conocida ejecución de sus cabecillas, Padilla, Bravo y Maldonado, el 23 de abril de 1521.

La leyenda se cierne como una densa bruma que difumina la semblanza histórica de la, por entonces, legítima reina de Castilla. El hiriente apelativo de “la Loca”, con el que fue conocida desde tiempos remotos, ha manchado, de alguna manera, sus años de lucidez y ha dado pie a la construcción de un personaje fecundo para la ficción, teñido de fuertes connotaciones románticas ya desde los siglos XVIII y XIX. El obispo de Córdoba, enviado por los Reyes Católicos a Flandes en 1501, decía de ella que era “muy cuerda y muy asentada” y que “en persona de tan poca edad no creo que se haya visto tanta cordura”.

Lo cierto es que, si bien Juana mostró indicios de sufrir algún tipo de trastorno mental a medida que pasaban los años, también lo es que tuvo que afrontar una situación política y social complicada, en la que los tres hombres más importantes de su vida: su padre Fernando, su esposo Felipe y su hijo Carlos la utilizaron para afianzar sus posiciones políticas. Una proyección pública que la acompañó desde su niñez, cuando los Reyes Católicos diseñaron la política matrimonial de sus hijos para afianzar sus relaciones internacionales.

Una infancia repleta de responsabilidades

Juana era la tercera hija de Isabel y Fernando, nacida en el alcázar de Toledo el 6 de noviembre de 1479. Como el resto de sus hermanos, recibió una exquisita educación, inspirada en los ideales del humanismo italiano. Esta formación contrastaba con la férrea tradición religiosa de la casa real, en especial de su madre Isabel.

Su destino estaba unido de forma irreversible a un matrimonio de conveniencia. Varios fueron los candidatos. La primera tentativa fue casarla con Alfonso de Portugal, para afianzar los lazos con el país vecino, pero el plan fracasó debido a la edad de la menor, que no había cumplido los cuatro años, y a que era la tercera en la línea de sucesión. Estuvo a punto de cerrarse su boda con el duque de Bretaña Francisco II en 1488 y con el rey de Escocia Jacobo IV en 1489. Ambas negociaciones no fructificaron. Un año después, se mantuvieron conversaciones para su casamiento con el rey francés Carlos VIII, proyecto que tampoco cuajó. Finalmente, y tras salvar muchos obstáculos, se diseñó un enlace de profundas consecuencias para la historia de España: Juana sería entregada en matrimonio al archiduque de Austria y duque de Borgoña Felipe el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano I, mientras que la archiduquesa Margarita contraería nupcias con el primogénito de los reyes, Juan, el príncipe de Asturias.

La esperada boda se celebró en los Países Bajos en 1496. Se dispuso un viaje por mar, que era más rápido y evitaba el trance de atravesar suelo francés. El gasto de la comitiva fue exagerado, en torno a 135.000 ducados –más de cincuenta millones de maravedís-, de los que 50.000 correspondían al ajuar de la archiduquesa. El reciente descubrimiento de América había sido un espaldarazo a la proyección internacional de los reinos de Castilla y Aragón, cuya posición en el panorama europeo era cada vez más pujante.

La corte de los Reyes Católicos distaba mucho de ser un lugar sombrío y austero, como se ha descrito en muchas ocasiones. Isabel y Fernando decidieron realizar grandes desembolsos para mostrar la magnificencia de su familia ante el resto de Cortes europeas. Los enlaces matrimoniales eran, por tanto, una extraordinaria ocasión para exhibir a través de la dote el poder del contrayente.

A pesar de que uno de los barcos castellanos encalló a su llegada a Amberes, la entrada de Juana en los Países Bajos llamó la atención por su riqueza, hecho del que se hicieron eco cronistas del momento como Jean Molinet, que trabajaba para el propio Felipe, quien definió la comitiva como: “la más rica que jamás se haya visto en el país de mi señor el archiduque”.

El escenario que se encontró la joven era muy diferente al de su tierra natal. La vida en Flandes era fundamentalmente urbana, con una próspera clase comercial, y una moral más abierta que la castellana. Felipe, acostumbrado a los placeres que un príncipe influyente podía disfrutar en semejante entorno, no parecía dispuesto a renunciar a todo para entregarse a la esperada fidelidad del matrimonio. Aunque las crónicas apuntan a un flechazo entre los contrayentes que obligó a oficiar una ceremonia extraoficial para consumar la unión de inmediato, lo cierto es que la vida de Juana lejos de su hogar tuvo que hacer frente a una difícil compañera: la soledad. Pese a todo, la pareja llegó a concebir seis hijos. La última de ellas, Catalina, nacida una vez muerto su padre.

La única heredera

El destino tenía guardado para Juana un regalo envenenado. En octubre de 1497 murió su hermano mayor, Juan, con tan solo 19 años –se dijo que por sus excesos sexuales con Margarita de Austria-. Un año después, falleció la siguiente en la línea de sucesión, su hermana Isabel, casada con Manuel de Portugal, que había dejado un heredero del trono español y portugués, Miguel, pero murió antes de su segundo cumpleaños. Así que en 1500 Juana se convirtió en la heredera de las coronas de Aragón y Castilla, títulos que unía a su condición de archiduquesa de Austria y princesa de Flandes. La reina Isabel se apresuró a convocar las Cortes de Castilla para confirmar el relevante papel de su hija. Su intención era que la sucediese como reina propietaria, con o sin el apoyo del archiduque Felipe, que quedó relegado a la condición de consorte y abandonó España seis meses más tarde. El acuerdo fue rubricado en las Cortes de Toledo de 1502.

Sin embargo, pronto comenzarían a manifestarse algunos síntomas que hacían dudar de la capacidad de Juana para atender los asuntos del gobierno. Dispuesta a regresar con su marido a Flandes, Juana inició una particular protesta para forzar a su madre, ya enferma, a dejarla viajar. En pleno noviembre, bajo las estrellas de una gélida noche, la muchacha se apostó en el patio del castillo de la Mota, en Medina del Campo, hasta que la hicieron entrar en razón. En vista de lo acontecido, su madre autorizó su marcha. Ya no volvería a verla, pues Isabel murió el 26 de noviembre de 1504. Juana estaba por entonces en los Países Bajos, donde ya había tenido ocasión de protagonizar nuevos episodios embarazosos. Atormentada por los celos, llegó a amenazar a algunas mujeres de la corte flamenca que mantenían supuestas relaciones con su marido.

Hasta qué punto estos episodios de enajenación de Juana impedían el ejercicio del poder era una cuestión crucial, puesto que el testamento de Isabel había establecido que si la heredera no estaba en el reino o no podía atender la gobernación, se haría cargo de ella Fernando. Es por ello que el rey de Aragón se mostraba interesado en airear la locura de su hija mientras que Felipe, ávido de poder, intentaba disimular sus desavenencias conyugales. El pulso entre ambos perjudicaba, especialmente, a la futura reina. La rivalidad llegó hasta el extremo de que Fernando se unió a su antiguo enemigo, el rey francés Luis XII, a través de un segundo matrimonio con su sobrina Germana de Foix. Su objetivo era encontrar nuevos socios y concebir un hijo varón que heredara la corona de Aragón y sus dominios italianos para segregarlos de Castilla y Flandes.

Justo a la muerte de Isabel, se inicia la primera regencia de Fernando, que ejerce como administrador y gobernador de ambos reinos. Felipe no tardaría en mover piezas. Desde Flandes trató de granjearse el apoyo de la nobleza castellana para consolidar su posición. Un año después de que muriera Isabel, el 24 de noviembre de 1505, Fernando y Filiberto de Veyré, plenipotenciario de Felipe, firman la concordia de Salamanca. El rey aragonés y el joven matrimonio gobernarían Castilla hasta que Juana y Felipe fueran proclamados reyes propietarios, mientras que Fernando asumía el rol de gobernador perpetuo. Una cláusula del acuerdo apartaba del gobierno a Juana, la legítima heredera: debido a sus problemas mentales, el gobierno recaería en Felipe y, en su ausencia, volvería al rey aragonés. Sin embargo, ninguno estaba dispuesto a cumplir con los términos generales del compromiso.

En enero de 1506, durante el viaje de regreso de Flandes a la península, Felipe y Juana estuvieron a punto de perecer frente a las costas británicas, pero finalmente tocaron tierra en La Coruña, región controlada por Rodrigo de Castro Osorio, conde de Lemos, uno de los principales apoyos del nuevo rey. Poco a poco fueron recibiendo nuevos adeptos, todos ellos antiguos colaboradores de los Reyes Católicos, como el marqués de Villena o el duque de Nájera. Solo unos pocos, entre ellos el duque de Alba, permanecieron fieles a Fernando.

En junio de 1506 se sella otra concordia en Villafáfila. Fernando reconocía la autoridad de Felipe y se retiraba a Aragón. Poco duraría su reinado, pues el joven murió el 25 de septiembre de ese mismo año en Burgos. Aunque se extendió una curiosa historia que afirmaba que falleció por beber un vaso de agua fría tras jugar a un juego de pelota, lo que parece más probable es que fuera una de las víctimas del brote de peste que sacudió la ciudad castellana por aquellas fechas.

El duelo por la muerte de Felipe

En este punto emerge con fuerza otra leyenda sobre la salud mental de Juana: el pasaje de la siniestra comitiva fúnebre de su esposo. Tres meses después de su muerte, la desconsolada viuda decidió llevar los restos del rey a Granada, donde la reina Isabel había ordenado construir un mausoleo real. Un cronista contemporáneo de los hechos escribía: “ninguna época vio un cadáver sacado de su tumba, llevado por un tiro de cuatro caballos, rodeado de funeral pompa y de una turba de clérigos entonando el Oficio de Difuntos”. Doña Juana había encargado el traslado a unos cartujos, que acometieron la tarea en etapas nocturnas, a la luz de antorchas.

Al llegar a Torquemada, la reina alumbró a Catalina, por lo que tuvo que detener la marcha. Tras reanudar el camino, las noticias de una epidemia que avanzaba desde Andalucía la hicieron detenerse de nuevo, esta vez en Tórtoles (Ávila). Ante este nuevo parón, Juana decidió regresar a Arcos (Burgos), donde permaneció más de un año. Se decía que visitaba con frecuencia el ataúd de su marido, lo hacía abrir para contemplarlo e impedía que ninguna otra mujer se acercara.

El ostentoso duelo de la reina motivó la intervención de Fernando, que en agosto de 1507 volvió a tomar las riendas de Castilla. Según las crónicas, trató de convencer a su hija de que lo mejor era enterrar el ataúd de su esposo y que ella se asentara en una residencia apropiada. Su obstinación era tal que el rey pensó en coaccionarla tomando como rehén a Fernando, su propio nieto. Sin embargo, el único resultado de esta medida fue una nueva crisis nerviosa de Juana.

Ante tal situación, Fernando el Católico se trasladó personalmente a Arcos en febrero de 1509 para llevarse a su hija por la fuerza y confinarla en el palacio de Tordesillas.

En esta nueva etapa, el rey de Aragón contó con la estrecha colaboración del cardenal Cisneros, quien ejercería la regencia desde la muerte del monarca en 1516 hasta la llegada de uno de los hijos que habían nacido de la unión de Juana con Felipe: Carlos, que sería I de España y V de Alemania. Los derechos dinásticos de Juana, desahuciada por su locura, no fueron atendidos. La llegada del heredero a las costas de Villaviciosa para tomar posesión del reino no fue demasiado esperanzadora. El joven monarca desconocía la lengua castellana y parecía más decidido a favorecer a los nobles flamencos que le acompañaban que a escuchar a los locales.

Pronto comenzaron a producirse movimientos de oposición, en especial, cuando Carlos tuvo que regresar a Europa para tratar de ser elegido sucesor del Sacro Imperio tras la muerte de Maximiliano I. Entonces pidió un esfuerzo económico adicional en las Cortes de Santiago, celebradas en mayo de 1520, petición que constituyó el detonante de una oleada de tumultos y pasquines por todo el reino y la abierta rebelión de ciudades como Toledo. Lo que aconteció en Santiago fue el germen del enfrentamiento entre comuneros e imperiales. Es en este contexto en el que documentamos la última aparición política de Juana, como anfitriona de los representantes de las ciudades de Castilla, que seguían viéndola como su legítima reina.

Tras aquel encuentro, las esperanzas de los comuneros se desvanecieron y la figura de la reina fue consumiéndose ante la indiferencia de su hijo y la única asistencia de su hija Catalina.

Una vida en cautividad

Juana vivió un cautiverio de 46 años. Su primer guardián, Mosén Luis Ferrer, temeroso de que la reina muriera bajo su tutela, trataba de forzarla para que no se negara a tomar alimentos. A juicio del cardenal Cisneros, debió de extralimitarse, pues lo destituyó en 1516 acusado de malos tratos.

Hernán Duque de Estrada fue el segundo gobernador de la casa de doña Juana. Un hombre culto, convencido de que la reina respondía mucho mejor si se la trataba con cariño, hasta el punto de asegurar que, con algo de paciencia, era capaz de experimentar largos períodos de lucidez.

El último guardián, y quizás el más criticado, fue el marqués de Denia, quien siguiendo órdenes de su hijo Carlos, impidió que la reina recibiera noticias de índole política. La censura llegó a tal extremo que le ocultaron la muerte de Fernando de Aragón, su padre, durante cuatro años. Denia apartó a la infanta Catalina del cuidado de su madre en 1525 y, dos años después, trasladó en secreto el ataúd de Felipe el Hermoso, que reposaba en el cercano convento de Santa Clara, hasta la Capilla Real de Granada.

Entre 1535 y su muerte, el Viernes Santo de 1555, a los 76 años, Juana recibió al menos dieciséis visitas de hijos y nietos, algunas de las cuales duraron varios días. Todos estaban convencidos de su fragilidad mental. Se llegó a considerar que el demonio estaba detrás de sus males, motivo por el que se le practicaron varios exorcismos, tal y como refleja un óleo de Willem Geets de 1876, hoy en el Museo de Bellas Artes de Amberes. Nunca sabremos hasta qué punto la locura de Juana fue heredada, se ha sugerido que de su abuela materna, o inducida por las circunstancias que le tocó vivir. La leyenda devoró al personaje. La historia debe, al menos, concederle el beneficio de la duda.

Bibliografía

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Fernández Álvarez, M. (2002): Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas. Espasa.

Zalama, M.A. (2010): Juana I. Arte, poder y cultura en torno a una reina que no gobernó. Centro

de Estudios de Europa Hispánica.

VV.AA. (2008): Historia de Castilla. De Atapuerca a Fuensaldaña. La Esfera de los Libros.



Patrocinado por las Cortes de Castilla y León a través de la Fundación de Castilla y León

Nota biográfica

Mario Agudo Villanueva (Madrid, 1977). Licenciado en periodismo y MBA por la Universidad de Deusto y la EAE. Ha compaginado su carrera profesional en el mundo de la comunicación con trabajos de investigación y divulgación en el campo de la historia, con numerosas publicaciones en revistas especializadas, tanto académicas como de divulgación. Ha colaborado con Muy Historia, National Geographic o Desperta Ferro. Ha sido director de publicaciones como Románico y Mediterráneo Antiguo, así como colaborador habitual de espacios de radio como Ser Historia. En la actualidad forma parte del consejo editor de Karanos. Bulletin of Macedonian Studies. Es autor de los libros, “Palmira. La ciudad reencontrada” (Confluencias, 2016), “Macedonia. La cuna de Alejandro Magno” (Dstoria, 2016), “Atenas. El lejano eco de las piedras” (Confluencias, 2018), “El bestiario de las catedrales. Animales y seres fantásticos del mundo antiguo al medievo cristiano” (Almuzara, 2019) y “Hécate. La diosa sombría” (Dilema, 2020).