La capital leonesa fue el meollo de una red de espionaje que, a las órdenes de los servicios secretos británicos, se extendió por todo el norte del país durante la II Guerra Mundial. Su principal cabecilla, Lorenzo Sanmiguel, consolidó desde León un entramado de medio centenar de agentes que consiguieron burlar la seguridad franquista durante un periodo que se prolongó durante casi un año.
Su principal labor consistía en facilitar a los agentes extranjeros los datos más complejos y detallados que pudieran conseguir sobre el sistema militar defensivo español en las costas y puertos del norte de España, desde Galicia hasta Bilbao, incluyendo la localización de las fuerzas franquistas encargadas de su defensa, el material del que disponían, emplazamientos, artilleros, obras fortificadas, peculiaridades de las playas y accesos a la costa, aeródromos que hubiera cerca, producción de las fábricas militares y distribución del armamento y materiales salidos de las mismas, etc.
Para este complejo servicio de informes y comunicación funcionaba en León una estación radiotelegráfica emisora-receptora, de fabricación inglesa, instalada en un piso del centro de León, a cuyo cargo estaba el técnico Manuel Rivero Sanjuán. Manuel, que venía de Inglaterra había sido reclutado en Bilbao por Sanmiguel y fue instruido en Madrid por un agente inglés en el manejo de dicho aparato, en una sala del edificio que ocupaba la Embajada inglesa. Todo muy inglés, incluso el vehículo que en julio de 1942 transportó el dispositivo desde Madrid a León.
Para justificar de alguna manera el cambio de domicilio y la presencia en León de Manuel en diciembre de ese año, la organización inglesa aportó treinta mil pesetas para abrir una tapadera en forma de tienda de material eléctrico que llamaron 'La Voz de León'. Manuel se encargó de regentar el negocio y de manejar la estación de telégrafo con la se comunicaría directamente con una central instalada en Londres.
Pero, en historias como esta no se puede apostar a la buena suerte, siempre hay que pensar que todo va a salir mal. Así ocurrió aquel día en que la portera de ese inmueble, sito en el número 13 de la calle Suero de Quiñones, donde vivía Manuel con su mujer Elvira y su hijo, decidió asomarse al patio de luces, cosa muy común en los conserjes de la época, y más aún en un país que acababa de salir de una guerra y donde cualquier inocente puede ser soplón a cambio de dinero o protección.
Y esta es la historia de Manuel, un hombre que sabía de antemano lo que podría pasar. No en vano, el radiotelegrafista era la figura que más cobraba siempre en una red de espionaje, pudiendo llegar incluso a embolsar cuatro mil pesetas al mes en los años cuarenta, una cantidad fuera de lo normal. Solo por comparar, uno de los militares implicados, César Quiñones, que estaba destinado en el parque de artillería de Ferrol, recibía mil pesetas mensuales.
El objetivo de Manuel era sobrepasar seis meses de actividad con el radiotelégrafo. Superado ese radio temporal de acción, la maquinaria franquista lo podría descubrir y su suerte estaría echada. Y así fue. Aquella tarde, los servicios secretos franquistas desarticularon la red de Sanmiguel. De manera metódica, fueron cayendo todos y cada uno de los miembros de esa malla de información con la que el servicio secreto británico había ido tejiendo el norte de España.
A Manuel, la policía secreta lo pilló en casa. Su mujer había escondido el radiotelégrafo debajo del fregadero de la cocina, pero, al ver que la policía subía por la escalera, descolgó el aparato por el patio. Hubo un momento en el que parecía que Manuel se libraría, pero, como decíamos, no se puede contar con la suerte. Nunca se sabrá si la portera que iba subiendo por las escaleras lo hacía como parte (forzada) de aquel juego de espías o si, de verdad, fue el azar el que hizo alinearse a tantos planetas en el rellano. La mujer llegó al piso del radiotelegrafista cuando la policía estaba allí para avisar de que había algo que colgaba de la ventana del patio. Y así fue cómo aquellos seis meses que Manuel se dio de plazo no los pudo superar. Tras ser procesado y declarar, fue fusilado en Oviedo en mayo de 1944.
Según testificó en el proceso Manuel Rivero, hasta la desarticulación de la red de espías, con el radiotelégrafo solo se realizaban simples ejercicios de prueba y prácticas de cifrado, pero añadió también que esperaba que pronto se intensificase su trabajo con motivo de un posible desembarco inglés. ¿Era veraz ese comentario? Porque el plan no se llegó a realizar. ¿Fue solo una posibilidad que no pasó de ahí o que alguien frustró? ¿Estaba Manuel tratando de desinformar al enemigo? Hay que tener en cuenta que también había agentes por el norte de España cuya misión era informar del movimiento de buques, submarinos o aviones alemanes en las costas de Galicia.
En cualquier caso, una incógnita que podría haber cambiado la historia.
Dado que Manuel Rivero había sido telegrafista de la marina mercante británica y cobraba de los ingleses, ¿podría decirse con vehemencia que fue de hecho un agente del famoso MI-6? Se puede creer que sí, y una prueba de ello la aporta la retribución que durante años se recibía desde Londres a su póstumo nombre y que supuestamente iba destinada a su viuda y su huérfano.
De todos los detenidos y fusilados en este proceso de espionaje, Manuel fue el único al que el gobierno británico continuó pagando por sus servicios después de muerto. El dinero llegaba en sobres, puntual cada mes, a la casa del cónsul inglés en Bilbao, no a la de su viuda, hasta que, cuarenta años después el servicio británico descubre que los importes no estaban llegando a la familia y deciden realizarles un pago total por valor de lo no percibido en todos esos años.
Manuel era de los suyos, y como reza el popular lema castrense, no lo dejaron atrás.