La península Ibérica estuvo delimitada claramente por una raya natural: el río Duero. Éste cortaba el territorio en dos mitades: al sur dominaban los árabes, y al norte los cristianos. A mitad de camino quedaba una tierra de nadie y de todos… Fueron años de leyenda en los que Gormaz sobresalió como punto estratégico esencial, siendo el enclave más determinante en la guerra entre unos y otros durante la Edad Media. La mayor fortaleza construida por los califas en territorio europeo, y una de las más soberbias obras de arquitectura civil cuyas paredes han visto avanzar el tiempo en la llanura soriana durante más de un milenio.
Lo mejor de esta fortaleza es su ubicación ya que desde la perspectiva musulmana, quedaba al otro lado del río, por lo que era para ellos un salvoconducto a las tierras cristianas, una forma de asegurar que año tras año se podrían llevar a cabo las razias, esas expediciones de castigo, formadas por pocos hombres, que arrasaban todo a su paso. Abderramán III, el general Gálib y Almanzor hicieron buen uso de ella.
Su más arcaico pasado data del período prerromano, que es cuando se pusieron las primeras piedras con intención de habitarlo y defenderse. Arévacos y romanos se beneficiaron sin duda de su estratégica localización, pero fue más adelante, en el medievo, cuando se hizo importante, siendo un puente sobre el río el objetivo principal a defender para así tener control en ambos márgenes. En el año 925, pasó a pertenecer a los árabes y Abderramán III realizaría una primera fase de refuerzo que ayudaría a consolidar la zona. Sin embargo, sería su heredero, Al-Hakam II quien hizo que se convirtiera en uno de los castillos más poderosos de Europa.
Así, en el año 965, bajo la supervisión del veterano general Gálib, quien ya había servido durante décadas al anterior califa, los muros de Gormaz se expandieron tanto que eran capaces de proteger no solo a un cuerpo de mando entero, sino también a resguardar en su interior a miles de hombres.
Existen dos partes notablemente diferenciadas en el Gormaz de Gálib, que es el que vemos hoy en día. Por un lado, está el cerco de mil doscientos metros, con una muralla de base maciza de diez metros de altura. En total, de este a oeste se extiende por un largo de más de cuatrocientos cuarenta metros, con un ancho variable que llega a los sesenta. El espacio no ocupado por el alcázar correspondía a una campa preparada para abastecer a animales y para mantener listo a un ejército de más de dos mil guerreros. Además, si fuera preciso, los llanos que rodeaban la fortaleza permitían acampar a varios millares más.
Las murallas cuentan con veintiocho torres cuadradas que se despliegan en todo el perímetro para asegurar la defensa desde cualquier frente. En su extremo oeste, en el exterior, hay unas estelas que se asocian a la protección contra elementos sobrenaturales.
La parte del alcázar era, como muchos, un palacio, pero reciamente defendido por siete torres, siendo las de Almanzor y la del homenaje las más representativas. Las salas interiores pueden intuirse como por ejemplo la sala de armas, o el aljibe que estaba provisto de defensas por si intentaban conquistarlo desde fuera. En conclusión, Gormaz era superior en todo a otros castillos del norte.
Además, pese a estar al otro lado del Duero, no estaba incomunicado. Gálib, que era muy avispado, impulsó la construcción de una línea de atalayas que permitía a Gormaz comunicarse en pocos minutos con Medinaceli, ciudad árabe que ejercía de cabecilla de la Frontera Media a casi 70km. de distancia. Esta inteligente estructura mejoraba bastante la capacidad de reacción de los árabes en caso de alerta, y el hecho de que estas torres estuvieran en la zona mora del río evitaba fallos y hacía casi imposible los asaltos cristianos.
Esa efectividad se comprobó cuando el conde de Castilla, García Fernández, sitió Gormaz en el 975, ayudado por Ramiro II de León y Sancho II de Pamplona. Una heroica resistencia y la llegada de las huestes de Gálib supuso un varapalo tremendo para el conde, quién no se rindió, y tres años después logró un breve control del castillo durante otros tres años. Pero entonces apareció Almanzor para volver a conquistar Gormaz.
Las pugnas de Almanzor con su suegro Gálib, se dirimieron en tierras sorianas, en la batalla de Torrevicente. Poco antes, en Atienza (Guadalajara), el viejo general, cercano a los ochenta años, casi mata a Almanzor durante una discusión, bronca que luego degeneró en una campaña interna en la que Gálib se vio apoyado por los cristianos.
Aunque en un principio Almanzor comenzó perdiendo la batalla decisiva, acabó imponiéndose gracias a una eventualidad bien diferente: la leyenda dice que Gálib tras liderar varias cargas personalmente y destrozar los flancos de Almanzor, clamó a los cielos que mataran a aquél de los dos que fuera menos útil para concluir el conflicto y centrar las fuerzas en el verdadero enemigo, los cristianos. Y Gálib apareció muerto sobre su caballo.
El liderazgo que consiguió Almanzor lo llevó a asolar el reino de León, desde Zamora a Santiago de Compostela. Gormaz, que había sido leal a Almanzor en su guerra con Gálib, se conservaría como una plaza fuerte durante décadas posteriores, incluso tras el declive del califato. Solo por capitulación, en 1059, pasó a manos leonesas. El Cid fue uno de sus más famosos regentes a finales del s. XI.
Lo efímero del Califato hizo que Gormaz perdiera pronto su estrella. Taifas como las de Zaragoza o Toledo, a pesar de su poderío, fueron sometidas rápidamente. Aragón entró en juego como una nueva fuerza decisiva para empujar a los musulmanes hacia el sur. Así, el antes indispensable Duero pasó a un segundo plano con los años.
El castillo de Gormaz también funcionó después como prisión, y tuvo célebres gobernantes, como Doña Berenguela de Castilla o Juan Hurtado de Mendoza. No obstante, sus poderosos muros yo no tenían frontera que defender.