“Si los bienes se poseyeran en común,
serían los hombres malvados e incluso los avaros y ladrones quienes más se beneficiarían.
Sacarían más y pondrían menos en el granero de la comunidad.”
Francisco de Vitoria
Para que la Organización de las Naciones Unidas te haga un sincero homenaje, para que la Sala del Consejo del Palacio de las Naciones de Ginebra lleve tu nombre, y para que, en la pared de dicha sala haya un retrato tuyo trabajando en tu pasión, hay que haber hecho algo importante en la vida. Ser uno de los padres del Derecho Internacional, fue mérito suficiente como para otorgar esos honores a este fraile, hijo de Catalina y Pedro.
El burgalés Francisco de Vitoria ingresó en los dominicos de San Pablo en 1505 y siempre fue bueno en letras. Se formó en humanismo general y filosofía y dada su excelsa inteligencia marchó a París para completar sus estudios en artes y teología. En esos años, el Renacimiento sufría fuertes transformaciones económicas, políticas, religiosas e intelectuales, y los humanistas alejados del academicismo universitario se rebelaban contra todo lo que oliera a Medievo. El erasmismo, el nominalismo y el tomismo, eran los movimientos intelectuales de moda en París, y Francisco de Vitoria jugó bien sus cartas absorbiendo lo mejor de cada uno de ellos en los quince años que estuvo en la capital francesa, primero de alumno y luego de profesor. Hacia 1523, los dominicos superiores españoles lo llamaron de vuelta a España.
Primero recaló en Valladolid, donde hizo tres cursos enseñando teología y donde se empapó bien de los asuntos de América, ya que a la Real Chancillería llegaban las cuitas del Nuevo Mundo. Y en 1526 pasó a Salamanca, donde fijó su cátedra, y donde conoció buenos humanistas y filósofos que llegaron a ser buenos amigos: “… no hay otro en toda España más docto en las buenas artes y en todas las humanidades”, decían, por su peculiar forma de enseñar, su estilo sencillo y su claridad de ideas, alejadas de enrevesados argumentos. Además, Vitoria introdujo cambios: cambió la guía docente que existía por la Summa theologica de Santo Tomás de Aquino, e implantó el método de dictar las lecciones, o al menos lo más sustancioso de las mismas en los primeros minutos de cada clase.
Y así pasó veinte años Francisco de Vitoria en Salamanca, con sus lecciones y relecciones, formando aventajados alumnos que luego serían importantes teólogos y juristas, participantes incluso en el Concilio de Trento, y haciendo valer sus métodos y sus ideas aristotélico-tomistas. En definitiva, fraguando la llamada “Escuela de Salamanca”.
Tanto Vitoria como el resto de esta academia salmantina, aportaron novedades e influyentes teorías al derecho, a la teología y a la economía, siendo la dignidad moral del ser humano su base. Así, Francisco de Vitoria teorizó sobre el precio justo de las cosas en el comercio, la oferta y la demanda, y la cantidad de dinero existente. También planteó el orden natural como la libre circulación de personas, bienes e ideas. Rechazó las añejas jerarquías feudales y la siempre aceptada superioridad de emperadores y papas, que suelen llegar a gobernar por la gracia divina… El poder para Vitoria reside en el pueblo, y la autoridad tiene sus límites, que son precisamente los derechos de los ciudadanos.
Además, en su obra se preocupa de los indígenas del Nuevo Mundo, y discute los excesos cometidos con ellos en las conquistas. Subraya que los indios son dueños de lo suyo, y seres iguales que el resto: “en un principio todo era común a todos”, decía, argumentando la ilegitimidad de algunos sometimientos en América. Por eso Vitoria considera ilegales los antiguos principios de que el emperador fuera poseedor de toda la tierra conocida (aquí Carlos I discrepaba de él, pero no le rechistaba mucho), o el hecho de que el papa fuera amo del mundo entero, que hubiera un derecho a “descubrir” nuevos territorios, que no se pudiera uno oponer a recibir la fe que le quieren imponer, o que el sometimiento de los pueblos conquistados fuera voluntario. Eso sí que no… Para Vitoria, el hecho de conquistar implicaba proteger al conquistado, alentarlo a mejorar civil, personal y religiosamente hasta que estuviera en condiciones de gobernarse a sí mismo. Simple.
Por otro lado, su concepto de “guerra justa”, analiza el uso de la fuerza para desatascar conflictos entre comunidades, con respuestas bélicas proporcionadas si existe agresión previa, pero no por el simple hecho de conquistar más territorio o por cuestiones religiosas: “No se puede forzar las creencias: son un acto de libre albedrío y este nos lo da Dios”.
También se pronunció el fraile profesor acerca de la simonía, ese vicio europeo de negociar cargos eclesiásticos, conseguirlos, cobrarlos, pero no aparecer y encima obtener “compensación canónica” por ello…
La mirada de fray Luis de Vitoria está en su noción del hombre como ente racional, libre y social, y al mismo tiempo semejante a Dios. Aquí el clérigo es filósofo y teólogo a la vez, y esa profundidad de pensamiento puede llevar al origen mismo de la ONU.
En 1545, el rey Carlos I y su hijo, el futuro Felipe II, invitan a Francisco de Vitoria a acudir al concilio de Trento como representante del Imperio Español, pero el fraile, enfermo de gota y casi inmóvil, no tiene otro remedio que recusar el convite real, no sin antes expresar su apetencia por el inminente evento: “cierto que yo desearía mucho hallarme en esta congregación, donde tanto servicio a Dios se espera que se hará y tanto remedio y provecho para toda la cristiandad; pero, bendito nuestro Señor por todo, yo estoy más para caminar para el otro mundo que para ninguna parte de éste”. Y así fue como el 12 de agosto del siguiente año, sobre las diez y cuarto de la mañana, ya estaba llorando la Universidad de Salamanca la pérdida de unos de sus catedráticos más importantes, dándole santo entierro en el “Panteón de los Teólogos” del dominico Convento de San Esteban.