Castilla y León es sinónimo de historia, cultura, tradición y también de patrimonio. La Comunidad alberga un sinfín de tesoros arquitectónicos de gran interés tanto para quienes residen en ella como para los miles de turistas que la visitan cada año.
Hablamos de imponentes construcciones que se reparten a lo largo y ancho de la región, que se han convertido en reclamos turísticos y entre las que priman, además de castillos y palacios, templos religiosos cuyo origen se remonta a hace casi 1.000 años.
Cada una de las nueve provincias que integran la Comunidad alberga multitud de iglesias que, por unos motivos u otros, llaman la atención y ostentan una relevancia especial. Si nos centramos en Ávila, hay una que destaca por encima del resto al tratarse de la más antigua, según recogen diferentes webs turísticas de la ciudad.
Esta no es otra que la basílica de San Vicente, la primera iglesia que empezó a construirse en la capital abulense, pese a que San Pedro y San Andrés lo hicieron de manera muy seguida.
Considerada 'el gran modelo del románico abulense' y ubicada junto a la muralla de la ciudad, la basílica de San Vicente está reconocida como la iglesia más grande e importante de Ávila, después de la catedral del Salvador, además de una de las obras románicas más destacadas de todo el país.
Fue declarada Monumento Nacional en 1882 y Patrimonio de la Humanidad en 1985, como elemento individual integrante del conjunto Ciudad vieja de Ávila e iglesias de extramuros. Además, fue levantada a petición del rey Sancho VI y doña Urraca a finales del siglo XI en honor a los hermanos santos mártires Vicente, Sabina y Cristeta, en el lugar donde fueron martirizados y enterrados en el siglo IV, en tiempos del emperador Diocleciano y siendo Daciano gobernador de Hispania.
En cuanto a su estética, la basílica de San Vicente, construida a base de piedra caleña, cuenta con una planta de cruz latina con tres naves de seis tramos cubiertas con bóvedas de crucería y un brazo de crucero. También dispone de un triforio gótico sobre las naves laterales y una cabecera triabsidiada que se levanta sobre una cripta funeraria de carácter litúrgico, además de cimborrio, atrio y dos imponentes torres.
Lo más elogiado y valorado del templo es, sin lugar a dudas, el cenotafio de los santos, obra de mediados del siglo XII del arquitecto francés Giral Fruchel, a quien se atribuye la autoría del edificio, y en la que se relata la detención, condena y martirio de los santos Vicente, Sabina y Cristeta.
No obstante, los capiteles historiados de la capilla mayor y la portada occidental tampoco pasan inadvertidos para los miles de fieles que la visitan cada año, como tampoco lo hace la virgen de la Soterraña del siglo XV, venerada por Santa Teresa de Jesús, que se puede contemplar en la cripta.
Toda ella lama la atención porque, gracias a que fue construida a ritmo lento, pero constante, en ella se pueden apreciar diferentes estilos desde el románico pleno hasta el gótico tardío.
Y es que, aunque la construcción de la basílica de San Vicente comenzó a finales del siglo XI, lo cierto es que esta se edificó en varias fases. En el primer tercio del siglo XII, marcado por el románico, y gracias a las ayudas que concedieron los reyes Alfonso X el Sabio y Sancho IV, las obras se retomaron tras varios años paralizadas, con la construcción de la cripta y de los ábsides de la iglesia, además de la cabecera, cuatro tramos de las naves, la rejería y dos de las esculturas de la puerta sur.
En el último tercio del siglo XII, dominado por el estilo protogótico, los trabajos se centraron en el nártex, las tribunas, las torres, la bóveda de la nave mayor, la portada oeste, la escultura de la anunciación y rey en la sur, así como el sepulcro de los mártires.
Ya en el siglo XIV fue el momento del cimborrio y pórtico sur, de estilo gótico, mientras que en el XV se llevaron a cabo el remate de la torre norte, la construcción de la sacristía y el baldaquino del Sepulcro, todo ello siguiendo las líneas del gótico isabelino.
Las siguientes actuaciones se ejecutaron en el siglo XVII, hacia 1609, cuando Juan Gutiérrez de Mora, en línea con el estilo de renacimiento tardío, diseñó el Sepulcro de San Pedro del Barco.
En el siglo XVIII se procedió a la construcción del retablo mayor, fiel al barroco chirrigueresco, mientras que finalmente en el siglo XIX E.M. Repullés y Vargas se encargaron de la restauración del templo.
A lo largo de su historia, la basílica ha sufrido varias reformas. Si bien, estas en ningún momento han llegado a alterar el estilo arquitectónico que la caracteriza, ni tampoco su particular esencia, la cual ha conquistado a miles de cristianos.