Sixto Muñiz nació en Villacete, un pequeño pueblo de la Sobarriba leonesa y fue el único leonés de nacimiento que formó parte del grupo de “los últimos de Filipinas”, y uno de los que pudo relatar las miserias que allí habían pasado.
Es más, la epopeya de don Sixto en Filipinas sería aún más complicada que la de la mayoría de los otros “últimos". Él había caído prisionero de los filipinos y estuvo cuatro meses preso en la cárcel de Batangas, donde, según él contaba, había sido tratado correctamente.
Tanto fue así, que se enamoró de la hija de un cacique de la tribu. El padre de la muchacha, como podemos imaginar, decidió unilateralmente que debían casarse, y ante tal noticia don Sixto se lanzó al mar, pasando algún tiempo en una barcaza con algunos compañeros de fatigas.
La embarcación naufragó al poco, y fue nuevamente hecho prisionero por los americanos, con quienes estábamos aun a falta de paz. No fue hasta el 5 de abril de 1900 que fuera puesto en libertad, llegando a España dos meses más tarde, el 8 de junio, y es por eso por lo que no aparece en la famosa foto de “los últimos de Filipinas” posando a su llegada a Barcelona.
Aventurero por naturaleza, don Sixto después de regresar de Asia participó en otras misiones del Ejército español en África en las primeras décadas del s. XX, estando también presente en la famosa masacre del Barranco del Lobo, al pie de Melilla. E incluso, en 1906, estando al servicio del Rey Alfonso XIII, dentro de su guardia personal, resultó herido, aunque no de gravedad, en el famoso atentado del anarquista Mateo Morral contra el monarca el día de su boda, en la calle Mayor de Madrid.
Finalmente, ya como capitán, regresó a León y vivió desde allí el estallido de la Guerra Civil, en 1936. Para él esta guerra duró diez o doce años en realidad, ya que no quiso participar en ella, al considerarla una lucha fratricida entre españoles y, fiel a sus ideales republicanos, en 1936 decidió echarse al monte. Y así fue como huyó por las cuestas de la Candamia y fue acogido por Cayetano y Amalia, un humilde matrimonio de labradores de la localidad de Represa del Condado, en la Sobarriba leonesa. Allí en su pajar le prepararon una habitación oculta con hierba y paja, para que viviera su “exilio” y pudiera salvar su vida.
Dejaba atrás a hombres confiados, pero él, que ya había sido perro viejo en Filipinas y en África, bien sabía que estas bravuconadas e insurrecciones nacionales podían acabar muy mal y que el bando vencedor no perdonaba al opuesto.
Y acertó don Sixto en su decisión, porque abajo, en León, el alcalde Miguel Castaño, el delegado de Trabajo Fernando Morán, el comandante del Regimiento de Infantería Capitán Lozano, el presidente de la Diputación Ramiro Armesto y así hasta una veintena de personas reunidas en el Gobierno Civil fueron detenidas y fusiladas. Sixto, como Capitán de Seguridad, formaba parte también de esas fuerzas vivas y hubiera corrido igual suerte.
Durante el día, don Sixto se entretenía decorando todas las vigas de la casa de los labradores con flores y animales. Sólo salía del pajar de noche, y alguna vez, andando por los campos, llegaba hasta León para ver a su mujer Agustina. A los niños de la casa se les decía que era el señor Pedro, el dueño de los caballitos, y al día siguiente, para hacer más verosímil el cuento, les daban fichas previamente compradas.
¡Qué cosas! Resulta paradójico que a un hombre con el uniforme repleto de medallas por las acciones de Filipinas y las de Marruecos, por las revueltas de Barcelona y por lo del atentado contra el Rey, que incluso había sido propuesto para recibir la “cristina” (esa máxima condecoración de la época al mérito en campaña, que podría ser otorgada por grandes hazañas, hechos heroicos, méritos distinguidos o peligros y sufrimientos en campaña), fuera ahora su querido país quién quisiera apresarlo y ejecutarlo…
Paralelamente, uno de los hijos de don Sixto, José Muñiz, había empezado a ejercer la profesión de Procurador de los Tribunales poco antes de 1936. Y, casualidades de la vida y de la guerra, fue destinado al frente babiano de Vega de Viejos como “secretario de causas” por sus conocimientos de leyes, mientras su padre huía monte a través.
Fue entonces cuando el joven José tuvo la valentía y la generosidad de salvar gran cantidad de vidas, minorando los cargos o cambiando los informes sumariales de la lista en la que figuraban gentes del lugar a quienes se consideraba sospechosas de ser contraria a las ideas del bando nacional. Por este comportamiento humano y humanitario en la posguerra española fue conocido como “El Schindler leonés”, en virtud de la cantidad de vidas que salvó, jugándose la suya.
En ese tiempo, la Guardia Civil estaba presionando constantemente a Agustina para que les dijera dónde estaba su marido, pero ella no cedió ni siquiera cuando otro hijo de diecisiete años fue llevado como rehén a la prisión de San Marcos en León.
Algún militar amigo de don Sixto que trabajaba en la cárcel, después de la insistencia de Agustina para que sacaran al chaval del penal, le insinuó que con ochocientas pesetas igual lo podían arreglar, y ella, después de reunir esa cantidad en “perronas” de cobre, las puso en un carretillo y se plantó en la puerta de la prisión con el dinero. Cuando, entre incrédulo y abrumado, el jefe de la prisión la vio empujando el carretillo, la instó a que se llevara de allí a ambos, el dinero y al hijo.
En el año 1949, tras muchas conversaciones con el gobernador militar, José consiguió finalmente acordar la entrega de su padre, que pudo así volver con su familia y que posteriormente fue absuelto en el Consejo de Guerra celebrado en Valladolid.
De los de Filipinas, don Sixto fue también el último en fallecer, en 1967.