En esta ocasión, recordamos a los arrieros, esos hombres que durante siglos iban de un lugar a otro para comerciar con sus productos o, bien, con reatas de caballerías a ferias y mercados para su venta. Un oficio que, por desgracia como otros muchos, se ha perdido con los nuevos transportes.
La palabra arriería, según define el Diccionario de la lengua española, se deriva del vocablo 'arría', que significa recua o conjunto de animales destinados al transporte de mercaderías; esta voz proviene, a su vez, de la interjección, ¡arre!,, que se empleaba para avivar el paso de las bestias. En la descripción general del oficio del arriero español, también llamado mulero, trajinero, acemilero, carretero e incluso yuntero, se habla de un hombre que conduce una harria o recua de mulas, a veces mezcladas con otros animales de carga, pero siempre identificados por su propio nombre. Mediano jinete y primitivo veterinario, puede tener además conocimientos de talabartería
Una vez en el camino, la recua de mulas marcha en cordón (atadas una tras la otra) siendo la que va en cabeza, llamada liviana, la más lista, dócil y con experiencia. También es la mejor ataviada y provista de cascabeles y cencerros que sirven de guía al resto del cordón.
Conocido el origen etimológico, destacamos, en primer lugar, que el oficio de arriero fue durante siglos muy normal y conocido, ideal para comerciar con mercancías de un lugar a otro, o con reatas de caballerías a ferias y mercados para su venta. Aunque el imaginario popular es muy atrevido, no es menos cierto que estos hombres se habían ganado la fama de bebedores, ya que no es menos conocido que en las posadas de antaño corría el vino con abundancia o, que me perdonen las feministas de hogaño, también corrían buenas bromas con las mozas que atendían estos lugares de posada, porque cuando corre el vino también se suelta la lengua para echar votos y reniegos.
En este recuerdo de los arrieros conviene recordar que este oficio era muy duro, a pesar de esos momentos de asueto y alegría en mesones y posadas, porque hiciera frío o calor, lluvia o nieve, niebla o granizo, surcar esos caminos de Dios era todo un riesgo no exento de peligro, porque las rutas ni eran seguras y mucho menos cómodas. Estos hombres, que vestían como el resto de gentes del pueblo con calzas, sayos, capotes y monteras, conducían para su trabajo las recuas de mulas con las que recorrían los caminos de España que tiraban de carros llenos de mercancías.
Los arrieros salmantinos
No obstante, lo más característico en nuestra provincia eran esos arrieros, que pertenecían al entorno rural, quienes con sus mulas transportaban los productos del campo, bien agrícolas bien ganaderos, para comercializar en otros lugares, estableciendo para ello una serie de rutas naturales que siempre seguían y de las que no era aconsejable salirse. Aún recuerdo por mi tierra los arrieros que transportaban pellejos de vino, aceite y vinagre -como dice la popular canción de Villarino, "Ya se murió el burro/ que acarreaba la vinagre", que iba de pueblo en pueblo-, como también por la zona de Peñaranda la lana, sobre todo de Macotera. Todo este compendio de actividad hizo de la arriería uno de los agentes más pujantes del siglo XIX y medio siglo XX que, como era obligado, llevaban con ellos a la apertura de mesones y posadas donde reposaban 'sus huesos' de camino, y permitían descansar en los corrales a las bestias de tiro y carga.
Un recorrido por la provincia salmantina
Como decíamos al principio, durante muchos siglos, los arrieros fueron fundamentales para la economía de los pueblos, sobre todo para ciertas zonas de la provincia de Salamanca, como La Ribera con el vino, aceite y vinagre -de los que eran deficitarios los pueblos a los que acudían y, salvo excepciones, no elaboraban los productos que comercializaban-, la zona de Peñaranda con sus lanas y toda la Ruta de La Plata, una camino natural muy concurrido a lo largo de toda su historia. Sin embargo, hace apenas unas décadas, desaparecieron por completo, en un proceso paralelo al éxodo de tantos pueblos salmantinos. Se fueron sin hacer ruido y, tal es así, que resulta francamente difícil encontrar testimonios de los últimos que ejercieron en esta tierra, allá en la primera mitad del siglo XX aunque, también es verdad, es loable la iniciativa del cura de Fuenterroble de Salvatierra, Blas Rodríguez, con esa recuperación y reivindicación arriera que recorre caminos, rutas y hace acto de presencia en muchos eventos culturales y tradicionales.
Ahora que anida esta iniciativa arriera, no estaría de más recordar a todos aquellos arrieros que anduvieron por Salamanca. Desde los antiguos moros hasta aquéllos con los que se extinguió este oficio en la provincia salmantina, y cuyos nombres aún conservan un sitio en la memoria de muchos de sus habitantes. Lo mismo que desde Fuenterroble salen los carros a los caminos, sería loable que volvieran a salir con sus caballerías por los antiguos caminos, algunos convertidos en senderos, pistas o incluso carreteras. Otros impracticables o desaparecidos. También los antiguos mesones volvieran a abrir sus puertas para la ocasión y sabremos, de esta forma, qué fue de los últimos mesoneros. Recorreríamos lugares míticos, como Puerto de Béjar, Fuenterroble, Aldeatejada, Calzada o ese mesón que existía en Iruelos, lugares donde aún se conserva el añejo aroma de la trashumancia y la arriería.
De esta forma, regresarían a nuestra mente imágenes ya perdidas, como aquéllas que tan bien describía Washington Irving a mediados del siglo XIX: "Es asimismo muy pintoresco el tropiezo con una fila de arrieros en un puerto de la montaña. En primer lugar, se oyen las campanillas de las mulas de delante, que rompen con su sencilla melodía la paz de las colinas; o quizás, la voz de un arriero que grita a alguna bestia perezosa o salida de la recua, o canta alguna balada tradicional con toda la fuerza de sus pulmones. Ves, en fin, las mulas en lentos zigzags a lo largo del escarpado desfiladero, o bajando muchas veces tajos profundos hasta que su silueta se perfile sobre el horizonte, o subiendo por las simas ásperas y profundas abiertas a sus pies".
Un oficio peculiar
Sea como fuere, lo que está claro es que los arrieros ejercían un oficio ciertamente peculiar. No era sólo montarse en un animal y tirar para adelante. Tenían que 'mamar' el oficio desde chicos, aprender rápidamente a tratar y aparejar a los animales, a sujetar y proteger las mercancías que portaban, a negociar con los proveedores y a ganarse a los clientes, a conocer los precios y sus fluctuaciones. No se podían quedar desabastecidos ni adquirir más género del que pudieran vender. Además, no les quedaba más remedio que aprender a lidiar con la casi imprevisible meteorología de Extremadura, Castilla y el norte, tan propensa a cambios bruscos. La exposición a condiciones que iban desde un sol de justicia a nevadas 'de las de entonces', pasando por lluvia, niebla, tormentas o ventiscas.
Además, indican aquellos conocedores de este oficio a los que hemos consultado, que los arrieros "necesitaban una moral a prueba de bombas, confianza en sus posibilidades y, ante todo, sentirse a gusto consigo mismos". Esta última cualidad era muy importante y queda perfectamente descrita en uno de los escasísimos estudios dedicados a la arriería, cuando un padre le da a su hijo el siguiente consejo: "Muchos son los ratos que vas a pasar sólo en este oficio. Aprende a ser tu mejor compañero y a recibir apaciblemente los sufrimientos que te tenga asignada la vida". Además, le dio la receta para conseguirlo: "¡El tarareo!", como recoge Isidro Gracia Sigüenza en su libro 'Arrieros en la Serranía de Ronda, Alpujarra y Campo de Gibraltar. Historias de posadas, caminos, ferias y contrabando', 2002.
Finalmente, tenían que conocer perfectamente a sus caballerías. El arriero se sentía orgulloso de poseer buenas caballerías "bien vestidas, bien calzadas, limpias y cuidadas". Los animales constituían su seguridad, su orgullo y todo un símbolo de su identidad. Por su parte, las caballerías han salvado la vida de muchos arrieros ya que avisaban de prácticamente cualquier peligro. "Cuando las nieblas, por ejemplo, era muy fácil estrellarse los sesos, pero quien se confiaba a ellas iba seguro, porque parecía que iban hasta olisqueando el camino". Así, cuando el arriero iba por esas montañas "y se liaba a llover o nevar, allí no había otra cosa que poner en su inteligencia la vida de uno, porque en ello te iba el salvarse o fenecer. ¡Esa era la arriería, sí señores!", apunta Gracia.
Las caballerías o bestias de carga y los carros
Y, para finalizar, cómo no hablar de las caballerías, o las llamadas bestias de carga que constituyeron en nuestros pueblos uno de los pilares básicos de la vida cotidiana, hasta que prorrumpió el ferrocarril o los vehículos de motor. Pero estos nuevos medios de locomoción no llegaron a todos los puntos por igual, por tanto, aún ya con su existencia, era obligado utilizar las caballerías para el transporte de mercancías hasta los puntos donde se localizaban estos nuevos adelantos en las comunicaciones terrestres.
Estas caballerías no sólo resultaban indispensables en multitud de faenas agrícolas, sino también a la hora de acarrear cargas y personas. La energía proporcionada por los animales, única disponible y de eficacia probada, dadas las limitaciones técnicas y las dificultades orográficas, resultó vital para el transporte de alimentos hasta bien avanzado el siglo XX. En muchos lugares de la provincia salmantina, el acceso en caballería siguió siendo el único posible hasta hace algunas décadas, como en algunos pueblos de las sierras de Francia, Béjar y Gata, o en La Ribera.
En general, los équidos fueron los elegidos para la misión debido a su resistencia y velocidad. Aunque en ocasiones se emplearon caballos para este oficio, los grandes protagonistas fueron mulos (habitualmente llamados machos) y burros, particularmente en las zonas montañosas. Estos animales eran muy apreciados para el transporte, pues eran resistentes y resultaban más seguros en los terrenos abruptos, como las zonas salmantinas reseñadas.
Y es que, a pesar de la indudable importancia que tuvieron, los machos no estuvieron bien vistos por algunos sectores de la sociedad, llegándose a afirmar que eran la vergüenza y el “camello de España” (Madrazo, 1984). Sin embargo, había quien estimaba su valor como hacían los arrieros, veamos, sino, lo que opinaba Ford (1845) al respecto: "La mula representa en España el mismo papel que el camello en Oriente y tiene su moral (junto a su acomodación al país) algo de común con el carácter de sus dueños: es voluntariosa y terca como ellos, tienen la misma resignación para la carga y sufre con el mismo estoicismo el trabajo, la fatiga y las privaciones. La mula se ha usado mucho en España y la demanda de ellas es grande".
Y con los machos o mulas de carga iban también los carros que podían transportar entre 400 y 460 kg (32-37 arrobas) pero tenían dos grandes inconvenientes con respecto a las caballerías: tenían menor velocidad y, lo que es más importante, no eran aptas para todo tipo de terrenos. La secular precariedad de España en todo lo referente a vías de comunicación, especialmente en zonas montañosas o abruptas, representaba una barrera infranqueable para carros, carretas y otros vehículos de ruedas con tracción animal. Ni siquiera los caminos más transitados eran objeto de unos mínimos cuidados, por más necesarios que pudieran parecer.
A modo de resumen, y en reconocimiento a ese oficio que está perdido, salvo en esos momentos que valen para el recuerdo y la añoranza, decir que a quien le gustaba correr mundo y aventuras, el oficio de arriero le quedaba ni pintado.