“Yo quería esconder el hediondo nombre de astrólogo con el apreciable apellido de catedrático de otra cualquiera de las disciplinas liberales; pero [...] me rendí a quedarme atollado en el cenagoso mote del Piscator”.
Diego de Torres Villarroel.
Hijo de Pedro y Manuela, ambos de familias de libreros e impresores, este humilde salmantino, rubio y de ojos cerúleos, nació en 1694 y tocó en su vida, y gracias a su tesón, todos los palos que quiso: escritor, poeta, dramaturgo, médico, matemático, sacerdote y catedrático de la Universidad de Salamanca.
Antes de cumplir diez años, su padre dejó el negocio de la librería de Salamanca para servir a Felipe V como procurador del Común, lo cual fue en detrimento de la economía familiar. Así, al poco tiempo, el joven Diego entró como pupilo de Juan González de Dios, que, veinte años más tarde, sería catedrático de prima de Gramática.
Después de estos estudios primarios, entró en el Colegio Trilingüe de Salamanca, donde no escatimó en trifulcas, hurtos y faltas de asistencia. Con otros jóvenes, fundó el Colegio del Cuerno para componer poesías y bromas pesadas. Es posible que el mote de “piel de diablo” se lo ganara a pulso en estos años.
Seguramente, y para escapar de los efectos de su comportamiento, se marchó a Portugal, donde su afán de éxito y aventura lo llevó a ser eremita, danzarín, alquimista, matemático, soldado, torero, alumno de medicina, curandero, astrólogo y nigromante.
A su regreso del país vecino, se le atribuye ser el pionero de un género periodístico diferente y raro, con el que comenzó a obtener beneficios, el almanaque, mediante el cual pronosticaba eventos y recibía a clientes que querían conocer su futuro, usando siempre el pseudónimo de “piscator”. Dado que fue un hombre de ciencias y de letras, no creía mucho en lo que escribía, pero estuvo casi cincuenta años redactando estas adivinaciones. De hecho, parte de su fama se la debe a sus vaticinios, que muchas veces acertaban, como uno muy polémico sobre el fallecimiento del rey Luis I en 1724, u otro sobre el inicio de la Revolución Francesa. Casi nada…
Antes de cumplir los treinta años se fue a Madrid, donde sufrió miseria al principio, pero sobrevivió como bordador en un negocio céntrico. En la capital escribió para la Gaceta de Madrid contando cotilleos de la ciudad. Y no se limitó solo a frecuentar saraos, sino también a estudiar medicina y a escribir mucho. En una ocasión, debido a un hecho misterioso en el palacio de la condesa de Arcos, requirieron sus servicios durante más de diez noches, para ver si, por sus dotes nigromantes, podía quitar el encantamiento del inmueble. A pesar de no conseguirlo, se quedó como sirviente en la casa durante otros dos años. En este periodo leyó y escribió mucho, y en sus apariciones públicas se burló del engreimiento de la clase alta, lo que seguramente le valió su expulsión de Madrid por el Real Consejo de Castilla, regresando a la ciudad del Tormes.
De vuelta en casa, Villarroel sabe que la cátedra de matemáticas está vacante y se presenta a la oposición. Esta materia es una de las siete cátedras “raras”, ya que, solo los colegiales podían optar a las cátedras mayores. Estas cátedras “raras”, y más aún la de matemáticas, no sólo tenían un menor prestigio, sino también una retribución cuatro veces menor, por lo que Torres Villarroel vivía sobre todo de los ingresos que le iban dando sus almanaques. En la oposición solo tenía un rival, al que superó, logrando la ansiada disciplina de Matemáticas que hacía más de treinta años que no ocupaba nadie debido a la ignorancia académica y a la desidia padecida por dicha materia. El pueblo salmantino recibió con loas al recién nombrado catedrático.
En 1732, durante una estancia en Medinaceli, fue acusado con otro por un sombrío delito, y condenado a destierro, marchándose primero a Francia y luego a Portugal, país que recorrió entero durante más tiempo del deseado quizá, ya que enfermó y no pudo regresar a España hasta dos años después, cuando sus hermanas pidieron permiso al rey, que lo concedió.
Desde ese momento, ya de vuelta en Salamanca se dedicó a escribir e impartir sus clases durante más de tres lustros, hasta que, tras casi un cuarto de siglo como catedrático, solicitó una jubilación anticipada para poder continuar con una vida tranquila: hizo el Camino de Santiago con amigos, colaboró en diferentes comisiones y claustros de la Universidad de Salamanca y enriqueció su biblioteca, se ordenó presbítero, ayudó al Hospital del Amparo…
En 1751, la Gaceta de Madrid, informaba que las obras completas de Torres Villarroel iban a ser publicadas, impresas y vendidas en diferentes librerías de España bajo el formato de suscripción, aplicado por primera vez en España, y que reflejaba la gran popularidad del autor. Entre los suscriptores no aparecía la Universidad de Salamanca, pero sí otras universidades y colegios mayores del país, la familia real, muchas casas de nobles, por ejemplo la del Marqués de la Ensenada, clérigos, particulares…
En sus años finales, una dolencia no menor hizo reducir sus quehaceres y Villarroel decidió redactar testamento en la primavera de 1768, muriendo dos años después -con setenta y seis años- en el palacio de Monterrey de Salamanca, donde ejercía de administrador para la casa de Alba.
El doctor Torres Villarroel prefirió seguir con las corrientes del Siglo de Oro que sumarse a la modernidad neoclásica, llegándose a mofar incluso de Newton y su ley… Fue conocido por casi todo el país en su época, porque, a pesar de no pronunciarse en muchas ocasiones, cada vez que abría la boca era polémico, querido y odiado a partes iguales (de ahí sus varios destierros). Su pluma fue muy activa, y dejó para la posteridad cerca de ciento cincuenta textos, entre almanaques, escritos polémicos, hagiografías, poemas, entremeses y bailes, una comedia, una zarzuela, obras de divulgación científica referentes a agricultura, medicina, apicultura, hidrología, geología, tauromaquia… y sobre todo sus “Sueños” y su “Vida”.