Una vez más, como se suele decir, los números hablaron por sí solos en el pasado año 2020 cuando, pese a la irrupción de la pandemia, España se situó por delante de 81 países para encabezar el listado de naciones líderes en lo relativo a la donación de órganos, en el Registro Mundial de la Organización Nacional de Trasplantes, publicado en agosto. En este informe, que da a conocer todos los años el Consejo de Europa en su ‘Newsletter Transplant’, certifica que la tasa de donantes por cada millón de población en España alcanza los 38, mientras que la media de la Unión Europea registró algo menos de la mitad, con 18,4 donantes.
“Se trata de un motivo de orgullo, un corazón no se puede perder, marca una vida y no tiene precio, por lo que, si hay que pagar un avión, o lo que sea, se hace y punto”, podría afirmar cualquier conciudadano, natural o proveniente de otras tierras, pero, en este caso, son palabras surgidas del cirujano cardíaco que realizó el primer trasplante de corazón en Castilla y León, José Ramón Echevarría. La intervención se realizó en el Hospital Clínico de Valladolid, el 13 de noviembre del año 2001, poco antes de que se llevara a cabo el traspaso de poderes de la Sanidad castellano y leonesa a la Consejería de Sanidad, el día de año nuevo de 2002.
“¡En este país somos unos quijotes!”, exclama, entre risas manadas del orgullo, Echevarría. “Muchas veces se nos tacha de gritones, etcétera, pero al hablar de donaciones somos auténticos, y da igual que sea un hijo el que fallece porque, de algún modo, entendemos que al final estará parcialmente representado en otra persona”, aclara el facultativo. Alerta, sin embargo, que, pese a la “bestial y maravillosa acción de la Organización Nacional de Trasplantes, muchas veces surgen noticias de tráfico de órganos que hacen un daño bestial porque cala en el imaginario colectivo que, al final, los poderosos serán quienes se queden con el órgano”. Insiste, vehementemente, en que sería “completa y absolutamente imposible” -enfatiza- que en España ocurriese algo así.
No era la primera intervención de este calado para alguien que creció en Cantabria y ya había puesto su pulso al servicio del aumento de la esperanza de vida de la gente en el santanderino Hospital Marqués de Valdecilla. Además, pese a las dos décadas pasadas desde la pionera intervención en la región, Echevarría asegura que “si bien el primer trasplante en España fue realizado en 1969, por el Marqués de Villaverde”, a la sazón, el cuñado de Franco, “el paciente receptor no logró sobrevivir más que unas pocas horas tras la intervención”.
Apunta que, tras conatos como el anterior y alguno que otro más, no fue hasta la década de los años 80 cuando la irrupción de la ciclosporina, un inmunosupresor que resuelve muchos de los inconvenientes inherentes a los trasplantes y reduce el rechazo del nuevo huésped del corazón, “puso todo patas arriba, en el buen sentido”. Durante el año 1984 se realizaron hasta diez trasplantes de corazón en España, lo que no fue sino el punto de partida previo a una “subida exponencial dados los buenos resultados tras las intervenciones, merced, también, al medicamento”.
Seis años más tarde, en 1990, Echevarría obtiene la plaza de cirugía cardíaca en el hospital vallisoletano, coincidiendo en el tiempo con los primeros pasos del programa de trasplantes de corazón que, once años después, culmina su viaje hacia la primera intervención. Desde los comienzos de su carrera, allá por el año 1981, cuando comienza su residencia en Asturias, el cirujano destaca que “la técnica quirúrgica no ha cambiado en demasía, desde que se estableció entre las décadas de los 60 y los 70, si bien sí lo han hecho los perfiles, tanto del donante como del receptor”.
En primer lugar, Echevarría se refiere al nuevo ‘donante tipo’, lejos de parecerse al habitual de “los años 80 y 90, que solía ser un joven adolescente, con el corazón sano, que había sufrido un accidente de moto y que conducía sin casco, algo que cambió drásticamente gracias a la nueva normativa de circulación”. Desgrana, a su vez, cómo el perfil actual se erige en “pacientes de entre 40 y 50 años, con hemorragia o infarto cerebral, que son menos ‘óptimos’ de lo deseado, dadas sus enfermedades añadidas, pero que son igualmente necesarios”. Cabe destacar, en este sentido, que la edad límite para la recepción de órganos también se ha ampliado, desde los 60 años hasta los 70 y, en casos de personas mayores de 70 años, “se estudia cada caso particular”.
Por otra parte, también explica la variación en el paradigma del receptor, ya que “antes presentaba enfermedades de otro tipo pero su corazón sólo había sido tratado con eventuales medicaciones y, por el contrario, ahora la mayoría ya cuentan con un desfibrilador”. Subraya, también, la circunstancia de las “listas de espera de años de duración” y los pacientes que las conforman, quienes han de vivir, a la espera, con “sistemas de asistencia ventricular, una suerte de ‘corazones artificiales’ que, por un lado, permiten que el paciente sobreviva hasta el momento del trasplante y, por el otro, complican mucho más la intervención, al tener que retirarlos en el momento”.
El cirujano del Clínico de Valladolid abunda en la importancia de los trasplantes de corazón y recuerda el caso de José María Pindado, fallecido en 2019. Pindado fue uno de los pocos que en el año 1984 recibió un nuevo corazón y, tras 35 años, ese órgano que alargó su vida dejó de latir. “Si bien un trasplante de corazón no es una bicoca, la media de la esperanza de vida del trasplantado es de doce a trece años, lo que significa que la mitad logra vivir ese tiempo tras la intervención”, subraya.
Colaboración en el quirófano
“El objetivo ahí dentro es entendernos con levantar las cejas”, valora, tajante, el médico, quien destaca que hay ‘dos tipos de servicio’. Uno de ellos, “en régimen normal”, es ‘rutinario’, el que tiene lugar por las mañanas, en el que “se opera con el mismo equipo de enfermería cada día, algo que la administración, a veces, no lo respeta demasiado”, explica. El otro tipo de rutina es la que cuenta con todas las cualidades posibles menos con la de rutina, “las cirugías de emergencias, donde no existe una relación tan directa”.
Echevarría concluye explicando que la relación entre cirujano y enfermero debe ser de anticipación, una coexistencia en la que “el enfermero observe más la cirugía que el propio cirujano, que al poner una mano de determinada manera, ya sepa cuál es la necesidad”, como si de una perfecta danza se tratara.