“Como te ves, yo me vi, como me ves, te verás, todo acaba en esto aquí. Piénsalo y no pecarás” dice el epitafio.
Situada en uno de los tramos del Camino de Santiago de Madrid, y asentada en los Montes Torozos, la pequeña localidad de Wamba, que en realidad se pronuncia con B, es la única población española que empieza con W. Curioso.
Pero no acaban aquí las peculiaridades de esa localidad vallisoletana, llamada Gérticos en su origen visigótico. Con la muerte de Recesvinto en el año 672, el rey Wamba lo sucedió y, siguiendo la tradición, fue coronado en la ciudad donde murió el anterior, tomando ésta su nombre desde entonces. Como se deduce por la fecha, fue Wamba uno de los últimos reyes cristianos que dieron relevancia a este potente núcleo visigodo. Hasta que aparecieron en escena los musulmanes invadiéndolo todo.
Tiempo después, tras reconquistar las tierras del norte del Duero al islam, desde el s. XIII hasta el XVII, se instalaron en este punto los Caballeros Hospitalarios de la Orden de San Juan de Jerusalén, también llamados Jerosolimitanos, de Malta o de Rodas, y se piensa que fueron estos hombres de Dios, instalados en la Encomienda de León y de Castilla, que subía hasta León por encima del río Órbigo y bajaba hasta Salamanca, los que comenzaron a enterrar por aquí los restos de los monjes que pertenecían a su orden, más concretamente dentro del cenobio existente desde época visigoda, según atestiguan los restos decorativos hallados en el Museo Arqueológico de Valladolid, y cuya pieza más importante es la iglesia de Santa María, cuya curiosa arquitectura atrae a cientos de turistas cada año, a pesar de estar poco documentada y haber sido objeto de polémicas restauraciones.
Se cree que, con mucha probabilidad, en el momento de la repoblación de la comarca se decidiera reconstruir la iglesia original que se erigía en los años de reinado de Recesvinto. Esta iglesia, también conocida como la de Nuestra Señora de la O (lo cual hace referencia a la Virgen embarazada), es un templo de estructura románica del s. XII, donde es obvia la sobriedad de la nave central, reformada con elementos cistercienses por los Caballeros Hospitalarios, con capiteles bien decorados y policromías, y que cuenta con la peculiaridad de tener un cabecero mozárabe del s. X. De hecho, sus características indican que pudo ser la primera iglesia de estilo mozárabe asturleonés que se levantaba en la zona, debido a la procedencia norteña de la gente que reprobó el territorio. Lo mozárabe del sur es bien diferente, tirando a lo andalusí…
Por tanto, como es normal en este tipo de construcciones, que a pesar de ser tan simpes solo tienen una nave y dos capillas, es fácil observar una gran mezcolanza de estilos como si fuera un collage arquitectónico pegado siglo a siglo.
En una de las capillas, llamada de Doña Urraca, se encuentra sepultada la reina Urraca de Portugal, que fuera esposa del rey Fernando II de León, madre del también rey Alfonso IX de León, y que se incorporó como freira, o religiosa militar, en dicha Orden de San Juan de Jerusalén. Valga decir que, por si hubiera poca amalgama de estilos en la iglesia, esta capilla es gótica.
Pero, lo que más llama la atención de este complejo eclesiástico, por cierto, destruido durante las desamortizaciones del s. XIX, es la otra capilla, situada tras uno de los muros del claustro, y donde se acumula un incomprensible muestrario de huesos. Las paredes de dicha sala están cubiertas de calaveras, fémures y tibias, colocadas desde el suelo, unas encima de otras, perfectamente encajadas hasta llegar al arranque de la bóveda. Los distintos tamaños de las calaveras indican que unas son de adultos y otras de niños, hasta contabilizar entre mil y dos mil restos de personas.
Es impactante ver tantos cráneos, cuencas de ojos y sonrisas cadavéricas organizados de tal forma. Un recordatorio imperturbable del Carpe Diem, del Tempus Fugit, de la celeridad con la que pasa el tiempo y la importancia que hay que darle a éste y a los buenos actos que se realicen mientras pasa.
Sin embargo, y a pesar del sobrecogimiento que produce la habitación del osario de Wamba, no hace tantos años la colección de esqueletos era mayor. Hay algunos ancianos wambeños que recuerdan cómo de niños jugaban con los huesos del osario y que las calaveras llegaban al techo.
Con objeto de estudiar este tétrico conjunto, en los años 50 del siglo pasado, el doctor Gregorio Marañón decidió (y le fue permitido) trasladar a la Universidad Complutense de Madrid nada menos que dos camiones llenos de huesos. Marañón era por aquel entonces catedrático de Endocrinología y destinó las piezas a las prácticas de los estudiantes de la Facultad de Medicina. Por lo visto deben seguir practicando hoy en día, ya que los huesos nunca han sido devueltos al pueblo. Dicho estudio reveló que los huesos y calaveras pertenecieron no solo a hombres, sino también a mujeres y niños de los siglos XIII al XVII. En total, cuatro siglos en los que el osario de Wamba fue alimentando no solo sus paredes, sino las leyendas y moralejas sobre la mencionada fugacidad de la vida.
Hasta el momento del descubrimiento algunos historiadores mantenían que los restos pertenecían solo a los monjes y frailes que vivieron en el monasterio. Otros creían que la huesera surgió tras vaciar un antiguo cementerio. Lo más aceptado es que sean miles de restos pertenecientes a enfermos atendidos allí y en otros lugares de Castilla por los Caballeros Hospitalarios de la Orden de San Juan de Jerusalén. Unas manos piadosas que iban depositando los restos juntos en un mismo lugar cuando se desenterraban los cuerpos para inhumar a nuevos fallecidos ante la falta de espacio para dar tierra sagrada a los cadáveres.
En definitiva, son muchas las incógnitas para las que todavía en la actualidad no se han encontrado respuesta sobre la Iglesia de Santa María y sobre el osario de Wamba.