Juan Martín 'El Empecinado': el guerrillero errante
Debió ser el vallisoletano un tanto difícil de domar, desordenado a grandes rasgos y con cierta carencia de disciplina. Pero todo llevado con pasión
20 agosto, 2023 07:00"Siempre errantes, las fuerzas del Empecinado amenazaban todos los puntos de nuestro despliegue".
Joseph L. Hugo, general francés y padre de Victor Hugo
El segundo día de septiembre de 1775, Lucía Díez traía al mundo a Juan Martín, llamado como su padre, un humilde pero acomodado agricultor de Castrillo de Duero, en plena Ribera vallisoletana. En su infancia, Juan fue a la escuela del pueblo, aprendió lo básico, y usó mucho el azadón cavando viñas.
Antes de cumplir los dieciocho años, ya sin las prohibiciones de su padre, se enroló en el Regimiento de España para participar en la Guerra del Rosellón, donde estuvo dos años, hasta que se firmó la paz en Basilea. Al volver a casa, se casó con Catalina de la Fuente y se establecieron en Fuentecén, que es el pueblo de donde le viene el mote de "el Empecinado", ya que así era como se conocía en esta villa a los naturales de la vecina Castrillo, debido a la oscura pecina del arroyo Botijas que atraviesa la población.
Ya antes del levantamiento de 1808, Juan Martín ejercía -bajo cuerda- su acción guerrillera junto a unos pocos hombres a caballo en la zona de Honrubia de la Cuesta, Carabias y Aranda de Duero, pero tras algunos altercados que dieron con él en la cárcel, se movió a la zona salmantina donde siguió hostigando a franceses, pero ya de forma oficial, y no como un simple bandolero. Amplió su radio de acción a la provincia de Segovia, y llegó hasta Valencia de Alcántara, donde fue reconocido como comandante de la Partida de Descubridores de Castilla la Vieja. Desde allí dio la vuelta hacia Ciudad Rodrigo y a Salamanca, para regresar después a la zona de Aranda.
Es aquí donde, en septiembre de 1809, la Junta de Armamento y Defensa de Sigüenza le propuso que se pusiera al frente de las fuerzas de Guadalajara, y le dieron tropas, caballos, dinero, comida y armas para proteger bienes y personas de la provincia de Guadalajara. Juan aceptó, y dos meses más tarde, ya comandaba un grupo de trescientos hombres a caballo y doscientos a pie, con unidades bien diferenciadas, pero él seguía con el sable en la mano delante de todos.
Cuando los franceses estaban por toda la Alcarria, él se pasó a Cuenca, cruzando a menudo el Tajo combate tras combate.
Sus notorias operaciones lo convirtieron en coronel en verano de 1810, y muchos voluntarios se quisieron unir a él, pudiendo formar dos buenos batallones de infantería y un cuarto de millar de jinetes con los que hacía frente a los cerca de tres mil hombres del general Hugo. Poco después ascendió a brigadier, y le fue solicitado por la Regencia acudir en ayuda de ciudades como Tarragona o Valencia, pero la Junta de Guadalajara se lo prohibía.
Su nomadismo guerrillero los siguientes años pasó por Riaza, San Ildefonso, Rascafría, Calatayud y el Bajo Aragón, Madrid, vuelta a Guadalajara y a Cuenca, estancias en La Alcarria, Tarancón, Alcalá de Henares, Tortosa…
Cuando en 1812 se promulga la Constitución en Cádiz, Juan toma partido por los liberales, y a pesar de eso, dos años más tarde, con la Constitución abolida ya por Fernando VII, el monarca le concedió el privilegio de firmar como "el Empecinado" y lo ascendieron a mariscal de campo. Es más, al año siguiente recibió la Cruz de Carlos III por su acción de conquista de Calatayud, y en 1816 la Cruz de tercera clase de San Fernando por sus méritos al defender Alcalá de Henares. El propio Juan solicitó recibir alguna de esas fincas embargadas a los afrancesados, pero el rey eso ya no lo firmó…
En 1821, siendo el Empecinado segundo jefe de la Capitanía General de Castilla la Vieja y gobernador militar de Zamora, empezó la sublevación realista –que quería restaurar el poder absolutista de Fernando VII- y le tocó luchar primero contra el cura Merino en tierras de Burgos y Soria, y después, a las órdenes de O’Donnell en Guadalajara, Soria y el Bajo Aragón. Más tarde, al final de la insurrección de los realistas, se marchó a Cáceres asaltando la ciudad, en cuyo acto murieron veintiocho vecinos, pero solo un mes más tarde, el ejército constitucionalista de Extremadura se entregaba, incluyendo a Juan Martín.
Aunque la capitulación incluía la liberación de todos los miembros de la tropa, el empecinado fue apresado y llevado a Roa, cerca de su pueblo natal, entre improperios.
Fernando VII había indultado todo lo cometido antes del 1 de octubre, pero el asalto de Cáceres fue pasada esa fecha, y, además, la capitulación de la tropa extremeña no se consideró válida, por lo que el juez instructor del caso, Domingo Fuentenebro, un viejo enemigo del Empecinado, lo condenó a ser arrastrado, ahorcado y descuartizado. El rey rebajó esa exageración a sólo soga, la cual le colocaron alrededor del cuello el 19 de agosto de 1825.
Toda crónica o papel que se conservan de Juan Martín reitera su grado de valentía en la contienda y de sus ansias por salir al campo de batalla. Debió ser el vallisoletano un tanto difícil de domar, desordenado a grandes rasgos y con cierta carencia de disciplina. Pero todo llevado con pasión. Quizá los jefes que tuvo lo odiaron y lo quisieron a su lado a partes iguales, esto último por ser prácticamente insustituible en situaciones de adversidad.
Y no era por conocer la topografía y la geografía, sino porque, aun siendo inferior en número, sabía qué hacer en cada disputa particular y ahorraba bajas. Juan Martín dejaba muchas veces que los enemigos ocuparan los pueblos confiados, y él atacaba los convoyes que les llevaban los suministros. Era un estratega que conocía sus fortalezas y sus debilidades, y ser consciente de eso siempre ha sido una buena virtud. Inteligentemente tuvo que lidiar con prohibiciones, indisciplinas, motines, deserciones, disoluciones de tropas, pero siempre se rehízo el Empecinado y reaparecía, espada en ristre, para seguir batallando por España y por escribir su nombre en la historia.