Un museo se puede recorrer desde muchos puntos de vista. La mirada curiosa de un niño; la atenta de una maestra;  aquella que viaja en el tiempo o esa que, de repente, se encuentra con una obra que le marcará para siempre. Y también de muchas formas, un paseo sosegado; un trayecto estudioso o también esas visitas que se hacen por obligación acompañando a alguien apasionado por el arte.

Pero todos, los que van con prisa y los que no, ven lo mismo. Mismas salas; mismas obras; mismos techos. Hoy, desde El Español Noticias Castilla y León, les invitamos a recorrer un museo de forma algo diferente. Todo, o casi todo el mundo, conoce el Museo Nacional de Escultura de Valladolid. Ha fotografiado su fachada o le han explicado lo que se esconde tras sus puertas. Pero, como decimos, no estamos en este espacio para desgranar lo desgranado muchas veces. Sí, se trata de un gran museo, digno de ver, pero encima y debajo de nuestros pies se encuentran algunos de los secretos mejor guardados de esta institución.

No, normalmente no se pueden visitar, así que se tendrán que conformar con leer estas líneas y ver las fotografías para hacerse una idea de la historia que se esconde en uno de los espacios más conocidos de la ciudad. Este iceberg situado en el centro de Valladolid muestra al paseante 713 piezas en San Gregorio y 1086 en la Casa del Sol. Una cantidad de obras que, como esas formaciones de hielo, se multiplica bajo tierra.

Sala 8

Nuestro guía en ese laberinto de escaleras y puertas es Alberto Montana, subdirector del Museo, que nos lleva en una primera parada a la sala 8. El Santo Entierro de Juan de Juni estaba destinado al retablo de la capilla funeraria de Antonio de Guevara, un franciscano, cronista de Carlos V y escritor mordaz, de gran éxito en Europa. La obra supuso la consagración del artista y es lo que podemos ver, pero si miramos arriba, a la cúpula, los ojos se nos llenan de arte. Un arte sostenido con una cubierta cuidada al milímetro.

Bóveda de la sala 8 del Museo

Maderas viejas reforzadas con nuevas, techos nobles, con muy poca intervención, nos comenta. Todo para que no se filtre el agua y sostenga adecuadamente lo que todo el mundo quiere admirar. La parte B de la sala 8, pero importante para que la parte A brille a diario. Y de la parte más alta del museo, viajamos a través de un gran ascensor a la parte baja, en el Palacio de Villena. Porque en este particular iceberg, esa parte invisible, ese trabajo diario de traer y llevar obras, cobra vital importancia para el mantenimiento y disfrute del museo.

Maderas de la cúpula

Un almacén con mucha historia

4634 obras. Eso es lo que esconde el almacén del Museo Nacional de Escultura. Un lugar al que accedemos a través de un montacargas especial y que nos lleva a una “zona vital para el funcionamiento del museo”, asegura Montana y que está en continuo movimiento debido a que en la “exposición permanente siempre hay variaciones en función de préstamos, y ahora estamos con la temporal de Soroya, y a finales de año con otra de Luisa Roldana, una escultora finales del XVII, uno de los grandes nombres de la escultura española, muy interesante por la sensibilidad por el hecho inusitado que fuera una mujer en aquella época, por lo que cada día movemos piezas para que nos quepan”.

Y es que la falta del espacio es uno de los contras de este museo, y por eso ante nuestros ojos nos encontramos con una sala repleta de “obras que no están expuestas o que se han retirado de forma temporal”. Pinturas sobre lienzo o tabla, esculturas, pasos que no están completos, obras que se suelen prestar, las puertas originales del museo… mires por donde mires el arte con mayúsculas te inunda.

Parte de las esculturas ubicadas en el almacén

Un gran fondo de arte contemporáneo, un pequeño gran museo oculto a los ojos de los visitantes es lo que esconde un almacén que alberga entre sus cuatro paredes una importante colección de pintura de notable calidad del siglo XVI y XVII relacionadas con la ciudad de Valladolid que “queremos que se pueda visitar”, afirma Montana. Para ello, el control exhaustivo del movimiento de las obras es esencial, asegura, puesto que todas tienen un historial de cuándo han llegado y cuándo salen. Del almacén a las salas de exposiciones y viceversa, aunque como asevera el subdirector, “lo mejor es lo que se muestra, ya que somos conscientes de que somos custodios para facilitar el disfrute de nuestros contemporáneos y trasmitirlo a las generaciones futuras”.

El lugar donde se miman las piezas

Para esa conservación, el almacén mantiene una temperatura cercana a 22 grados y una humedad relativa del 49 por ciento. Todo para controlar que las obras y la madera no sufra ningún deterioro. Algo que se consigue en todas las piezas, aunque alguna tenga que pasar por el taller de ‘chapa y pintura’. Ese espacio está en la parte superior del museo y allí nos encontramos con la restauradora Carolina Garbía.

Las obras de arte que tienen alguna alteración van a parar a ese taller para realizar un mapa de daños, el mantenimiento y una conservación curativa que depende de la vida que haya tenido la obra en cuestión; según la historia con la que lleguen. Ahora se encuentran trabajando en la exposición temporal que van a tener en noviembre y nos explica que el proceso de restauración suele ser “muy largo”, dependiendo de la obra que tengan en sus manos.

Carolina trabaja en una restauración

“Normalmente trabajamos con madera policromada, aunque tenemos también terracota, pintura oleo o sobre cobre”, nos cuenta mientras explica que el proceso continúa con la consolidación de la madera en el material escultórico para luego realizar la “mínima intervención” que es el criterio de los museos, aunque a veces por problemas de estabilidad en las obras se necesita reintegrar el soporte entero en pasta de madera.

Con esas mínimas intervenciones quieren conseguir “no hacer una falsificación, sino que se vea cuál es el original y cuál nuestra intervención”, a través de materiales y técnicas parecidas a las originales. “Queremos que a simple vista no se vean laguna, pero que el ojo experto pueda ver cuál es la mano del restaurador”, asegura Garbía. Un trabajo minucioso cuyo siguiente paso es tratar la policromía y “fijarlas con colas naturales que se utilizaban entonces”.

Carolina prosigue ante nosotros con su trabajo, con la parte estética de la obra que tiene en sus manos, y  nos explica que como en cualquier pieza el siguiente paso es “el proceso de estucado y realizar una integración cromática pero que sea reversible y discernible, por lo que se utiliza acuarela o pigmentos al barniz”. En todos los años que lleva al frente del departamento de restauración, donde más ha disfrutado y sufrido ha sido con una “venera que coronaba el retablo de Berruguete de San Benito”, ya que fue un trabajo interdisciplinar en el que colaboró mucho personal, cuenta.

También asegura que tener cerca y montar el belén con sus 669 piezas es algo muy especial, ya que se trata de un “departamento muy implicado en la vida del museo y que colabora con otros departamentos y otros museos”. Algo que comprobó in situ al restaurar un órgano de Salamanca en el que se encontraron textos reutilizados escondidos en una tabla del retablo o en labores con el alabastro, puesto que “es un material muy complicado y tuvimos que realizar una importante labor de investigación”.

El iceberg del Museo Nacional de Escultura queda así mostrado al público, aunque sea solamente tras unas líneas y fotografías. Así que si a partir de ahora pasean cerca y atraviesan sus puertas, recuerden que tras lo que ven sus ojos, se esconde otro pequeño museo lleno de secretos, un lugar en continuo movimiento y en el que se trabaja con mimo para que ustedes admiren las obras y sí, seguro que ahora lo hacen y se acercarán un poco más a ese cuadro o a esa escultura para intentar ver la mano de la restauración o si ha pasado o no por ese laberinto que es el almacén.