Imagen de la Plaza de Toros de Toro.

Imagen de la Plaza de Toros de Toro.

Zamora

La Plaza de Toros de Toro: redondel de belleza, drama, decadencia y vida

Aún hoy huele a ladrillo, a tapial, a teja, a madera y a húmedo adobe… y a res brava cuando hay corrida, y a vino cuando hay tal feria

12 marzo, 2023 07:00

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A falta de un lustro para cumplir dos siglos, luce más bella que nunca. Desde aquella primera tarde del 18 de agosto de 1828, en que Francisco Montes Reina 'Paquiro', lidiara en su arena el primer animal, su colores ocres y rojos no han perdido un ápice de esplendor. Aún hoy huele a ladrillo, a tapial, a teja, a madera y a húmedo adobe… y a res brava cuando hay corrida, y a vino cuando hay tal feria, y a música cuando hay concierto, y a danza cuando hay folclore… Es la plaza de toros, es la plaza de todos.

Sí, desde que en tiempos de Fernando VII, el Hospital General de Toro promoviera esta construcción con la finalidad de costear un nuevo hospital para la ciudad, mucho ha llovido…

Además, veinte años después de terminarla, a los terrenos de la plaza de toros se incorporó el teatro de la ciudad (hoy Latorre) y su liceo, formando ambos espacios uno de los conjuntos monumentales más representativos y únicos de la arquitectura popular en España. No en vano, la propia plaza ha sido declarada Bien de Interés Cultural ciento ochenta años después de ser levantada, en la categoría de monumento y con el máximo grado de protección gubernamental. Bien merecido.

La cosa fue rápida en las obras: se colocaron los primeros palos en marzo de ese año (1928) y para las Ferias de San Agustín de ese mismo verano ya estaba bufando el primer toro en el ruedo. Un regocijo para la ciudad, seguramente. No habían pasado cuarenta años desde que se pusiera la última teja cuando cuatro destacados vecinos se hicieron con ella en propiedad. "Mucho socio hay aquí", pensaría uno de ellos, Gregorio Traver y Lozano, que al poco tiempo les compró su parte a los otros tres. Como era de suponer, un hijo de Gregorio, Mariano Traver, la heredó y, en tiempos de la Segunda República, se deshizo de ella vendiéndola a otro toresano, Valeriano Cuadrado, cuyo hijos, Alejandro, Eduardo, Francisco y Valeriano se encargaron de su gestión y administración hasta su desafortunado cierre casi definitivo en 1985.

Una época gloriosa de tauromaquia en la muy noble y leal ciudad toresana, cuyo albero en esos tiempos fue pisado por muchas figuras como Rafel Molina 'Lagartijo', Salvador Sánchez 'Frascuelo', Manuel García 'El Espartero', Antonio Reverte, Manuel Granero, José García 'El Algabeño', los hermanos 'Gallos', Antonio Ordóñez o Antonio Chenel 'Antoñete'.

Pero después vinieron los años del deterioro, de la carcoma, de sequedad, de humedad, de hierbas y de desierto… en definitiva, de olvido, hasta que por fin el Ayuntamiento pagó cien millones de pesetas a los hermanos Cuadrado y con una buena ayuda autonómica pudo empezar a restaurar las cubiertas hundidas, ya era el año 2004.

Tras su declaración como BIC, en 2008, se aplicó más inversión y se rehabilitaron las escaleras, los departamentos de los corrales, los chiqueros originales y el desolladero. Pero es que esta joya arquitectónica, tercera en antigüedad en Castilla y León, por detrás de Béjar y de Segovia, era mucho más que eso… y se tuvieron -y se quisieron- respetar los materiales originarios, en la adecuación del resto de elementos: graderíos, barreras, pavimentos, albero…

Ahora es como un corral de comedias castellano, con encanto suficiente para codearse con la Colegiata, con sus balconcillos, su baja altura, su inmenso redondel, su colorido, en definitiva, su belleza simple que, tras veinticinco años de silencio, volvió en 2010 a reponer de esencia a Toro y de ilusión a sus ciudadanos, quienes en número de tres millares acudieron a su reinauguración en julio de ese año, cuando Leandro, Morante y Cayetano pasearon erguidos hacia la presidencia y los toros de Jandilla lucieron bravos pero sin robar protagonismo a la celebración. Eso sí, este día vieron a estos diestros unas trescientas personas menos que las que pudieran vitorear en su tiempo a Lagartijo, porque en la restauración, y por la seguridad y comodidades actuales, se le restó una fila de bancadas a la andanada.

Desde entonces, muchos aplausos se han dirigido hacia los gráciles recortadores que pasan su silueta a escasos milímetros de los astados, o muchos han sido los vítores a los jóvenes toresanos que siguen valientemente llenando sus recipientes en la fuente de vino con el morlaco ojo avizor cual Cancerbero en las puertas del Averno. Ojalá se vean pronto más pañuelos blancos, o del color que sea, en novilladas, rejoneos a caballo, corridas o aquellas antiguas “medias corridas” que lidiaban tres toros un día y otra terna al siguiente.

También elogios se han escuchado en este coso hacia un Nobel literato como Vargas Llosa, buen defensor de lo taurino, así como el drama, que no ha desaparecido de esta plaza de toros, cuando se escuchó el crujido de las vértebras de aquel maestro de Huelva, cuya cogida lo convirtió en trapo de suelo ese día, pero solo ese día, porque al poco volvió, triunfó y abrió la puerta más grande, la única que hay, justo bajo el asiento del presidente.

Y tablas, se oyen tablas también, de teatro, de cine y de música. Cuando en los barrios circundantes se advierte el montar de la escena, el abrir de las sillas y el vibrar de los altavoces, los vecinos de Toro responden con paso firme, cruzando por la Plaza de San Francisco en dirección hacia esa inadvertida y estrecha fachada, con dos sencillas, pero amplias puertas de entrada, rematadas en arco de medio punto que ocultan la verdadera beldad del recinto.

Solo los antiguos ventanucos de las taquillas nos quieren decir que existe algo más ahí dentro: un angosto pasillo que hace de patio, enmarcando el redondel, aljibes de antaño, patio de caballeros y zona de desollar, pequeña capilla de la Virgen del Canto, un ruedo interminable con una única puerta de toriles, el patio del sorteo, los corrales, los chiqueros de cuando se levantó y unos nuevos para dar aire al bovino… en fin, una plaza de tercera categoría, de segunda vida y de primer nivel.