Su nombre ficticio es Paula- porque prefiere mantenerse en el anonimato- y es una comedora compulsiva. Una relación con la comida nada sana que empezó durante su infancia. Siempre supo que entre ella y los alimentos -sobre todo los dulces- no había una “relación normal” y recuerda las grandes cantidades de comida que le daban bajo esa típica frase de “mira qué bien come la niña”, así es como recuerda en EL ESPAÑOL- Noticias de Castilla y León el inicio de una pesadilla que le sigue acompañando.
Sus padres se separaron y cada vez que iba donde su padre le compraba dulces para desayunar. Un gesto que relacionó con el cariño. Pero pasó a convertirse en todo lo contrario: “Traían dulces a casa y los escondían. Yo los buscaba para comérmelos y mi familia me hacia sentir mal, culpable. Me echaban la bronca porque ellos querían dármelo cuando quisieran”.
Una realidad que le ha ido acompañando toda la vida. Una situación que le ha provocado vivir en “aletargamiento” porque le afectaba, “no sólo a nivel físico sino a todos lo niveles”. Emociones “revueltas”, estado “irritable” y una sola necesidad: comer. Las cantidades han sido siempre un punto débil porque “no las controlaba”. Hacía siempre comida de más “para tenerla ahí”, pero era una trampa: “Comía y a la media hora volvía a comer. No podía ver nada en la cazuela”.
Los dulces siempre han sido su droga. Tal era el punto que los comía hasta que “no podía más”, hasta el punto de “encontrarse mal”, pero no quedaba ahí. Se tomaba un antiácido y volvía otra vez. Un “circulo vicioso”, un “estimulante” con el que buscaba continuamente la sensación de “bienestar” que se produce en el momento.
Paula pone un ejemplo con un paquete de galletas. Ella lo compraba y prometía comer solo dos. Pero se volvía al sofá y tenía pensamiento de otras dos, y volvía. Y así hasta que acababa con todas. “No paraba hasta que no se acabaran todas, no me quedaba tranquila”, asegura.
"Yo la sensación de hambre la tengo distorsionada, no sé cuándo tengo hambre, se me mezcla con emociones"
Dos de los grandes retos a los que se tiene que enfrentar son el supermercado y las comidas en la calle. A hacer la compra no puede ir con hambre: “Tiene que ser un momento en el que esté tranquila. Además, intento ir una vez a la semana para no tener que estar yendo continuamente y poder caer”.
Otro, son las comidas fuera de casa. Este, si cabe, es un reto aún mayor y complejo, sobre todo en las que cada uno lleva un alimento y comparten (cumpleaños o fiestas). “Cuando me enfrento a eso tengo la adrenalina de pensar cuánta comida habrá o qué llevan. Puedo comerme toda la mesa y tener la sensación de no haber probado nada. No paro hasta que no me siento mal. Yo la sensación de hambre la tengo distorsionada, no sé cuándo tengo hambre, se me mezcla con las emociones”.
“Vivía con la caja de antiácidos al lado”, lamenta Paula. Una vida marcada por algo tan importante como es la alimentación. “Me ha afectado toda mi vida porque me encontraba mal y me metía en la cama. No tenía energía”, lamenta. Ha estado en depresión, en la cama sin querer salir, aislada pensando que los demás no querían estar con ella, percibiendo sensaciones y situaciones creadas por su mente: “Nada era como yo pensaba, me hacía la víctima”.
Ella ya lleva ocho años en la Asociación de Comedores Compulsivos Anónimos de Castilla y León. Un lugar en el que les dan unas pautas para poder tener una buena relación con los alimentos. Evitar comer aquellos que les hacen mal y trabajan en la parte personal para poder sentirse mejor consigo mismos.
Lo cierto es que la sociedad cuando ve a una persona con kilos de más o comedora compulsiva, tiende a usar frases como “come menos” o “ponte a dieta”. Es por ello por lo que, esta vallisoletana quiere mandar un mensaje: “Toda la vida me han hecho comentarios así. De pequeña crecí de endocrino en endocrino. Mi familia me lo decía siempre. Esos comentarios hacen mucho daño porque te sientes peor y hacen que comas más. Es una cosa que no podemos controlar, tenemos mucha impotencia por ello”.