Por Sayago, aldeas que descienden a los infiernos del Duero
Salimos de Sendim embriagados de la cocina regional más pura de Trás-os-Montes, con mil historias que nos contó Altino, el marido de la señora Adelaida del restaurante A Gabriela, para dirigirnos a Fermoselle. Antes, descendemos desde Bemposta al Barragem del mismo nombre, por donde oteamos en la otra margen del Duero a Villarino y su término que parecen resbalar sobre la ladera y abajo, en la profundidad del cañón del Duero, Ambasaguas salmantino y Las Dos Aguas zamoranas, donde muere el Tormes y el Duero sigue su camino internacional con tumultuosas corrientes lamiendo y dando vida a una orilla y otra.
Fermoselle, villa histórica y de encanto especial, a la que acudía Miguel de Unamuno para dejarse ir en total esparcimiento, y nosotros nos sentimos también unidos desde los años jóvenes por la cercanía a Villarino. Se sitúa en el confín de la comarca sayaguesa, cercada por el trozo de muralla que pervive y por los ríos Duero y Tormes que confluyen en Las Dos Aguas –Ambasguas en la zona salmantina-. El paisaje berroqueño y de líneas onduladas que nos acerca a la frontera se interrumpe por los quebrados barrancos que se precipitan al hondón de los ríos. Lugar donde la bonanza micro climática ha favorecido el cultivo del viñedo y el olivo acompañados por frutales.
En la tortuosa topografía de peñascos, fallas y despeñaderos, y sobre un cuchillo de peñas, se erige esbelta la villa de Fermoselle, con su castillo en ruinas de Doña Urraca en el picón. Del mismo, solo decir que el obispo de Zamora Antonio de Acuña, utilizó esta fortaleza como centro neurálgico de su ejército durante la guerra de las comunidades contra Carlos I. Tanto los comuneros, como su ejército de curas, fueron derrotados, el obispo ejecutado y el castillo destruido. Hubo intentos de reconstrucción y llegó a ser tomado por los portugueses en 1654, durante la Guerra de Restauración en la que recobraron su independencia. Pero hasta la fecha no ha sido más que un lugar de ocio, terraza de bar y bailes.
Callejones sin salida, casas comprimidas entre dos calles que se unen y que no tienen más de dos metros de anchura, estrechas, tortuosas y empinadas, de entramado medieval, con amplias y sólidas casonas de antigua construcción se diseminan pasado el arco de la antigua barbacana. La villa fue declarada Conjunto Histórico Artístico en 1974, y en él se incluye la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, que conserva muros y arcos románicos aunque sus rasgos fundamentales son de estilo gótico, y las cuatro ermitas de la Soledad, Santa Cruz, Santa Colomba y San Albín, un privilegio en estos días de que pocos municipios pueden hacer gala.
Fermoselle pende de la ladera
Junto a la iglesia está la plaza, caminamos hacia ella, dejando a un lado la puerta románica que se conserva de la edificación. Es una plaza de forma irregular, rodeada por casas de piedra. La que más llama la atención es el Ayuntamiento, con su torre del reloj y el curioso enrejado de su parte más alta. Junto a la Casa Consistorial se levanta un curioso edificio con arcos.
Desde hace unos años, Fermoselle se ha convertido en un notable punto de referencia, al que sin duda ha contribuido la remodelación del Convento de San Francisco, que data de 1730, tras su rehabilitación como Casa del Parque Natural de Arribes del Duero conservando la estructura original del edificio. Fermoselle ha estado siempre inmerso en la cultura del vino principalmente y el cultivo del olivo. La villa cosecha una variedad de uva autóctona llamada Juan García. Se trata de una exquisita variedad muy delicada en su cultivo. Proviene de la privilegiada y prestigiosa región francesa de Borgoña y esta variedad fue traída a esta región por Edmundo de Borgoña allá por 1101. Esta uva promete convertirse en valor auténtico para la elaboración y exportación de vinos finos y delicados, siendo la Juan García un punto de distinción y auténticidad para la selección de un vino distinguido y diferente en el mercado exterior ya saturado con la variedad común Tempranillo.
Entornos rurales y naturales de mucho interés aún no adulterados
La tarde avanza, el sol comienza a descender y con el cielo nublado, andamos escasos de luz para nuestras fotografías. Ello no impide que acudamos a visitar Fornillos de Fermoselle y Pinilla de Fermoselle a instancias de nuestro amigo Jesús Duque que, de estos pagos, sabe mucho y bien. De Fornillos nos llama sobremanera la atención el alto número de cigüeñales que se erigen en todo el casco urbano y los cortinos o huertos que circundan el municipio. De su pasado ceramista y alfarero permanece su nombre. Restos de hornos y tejares quedan en su pago de El Barrero, cuyo suelo está constituido por arcillas. Ahora se explotan sus granitos de grano fino en el que llaman Cerro de San Roque. Lo cierto es que, esperemos que por muchos años, el municipio se encuentra inmerso en un entorno aún no adulterado, en el que destaca una fuente abovedada y otras con útiles más modernos. La iglesia, de interés, es de estilo renacentista, siglo XVII, la pena es que no está rematada su cubierta. Un municipio con mucho interés, como sus castros, cerámicas y el entorno de naturaleza que tiene una cita con la presa portuguesa de Picote, pinos, alcornoques y encinares dan vida al curso de un río que se hace lago. Y el sabroso queso de cabra, algunas de ellas nos dan la bienvenida en la misma plaza.
Construcción típica de Sayago en Fornillos de Fermoselle
Raudos salimos para Pinilla de Fermoselle, ya en las entrañas –o los infiernos, dicen por aquí- de Los Arribes del Duero. Un pueblo de vuelta, porque más allá se encuentra el abismo. Llegar a Pinilla de Fermoselle es difícil. Aún más difícil es ir a Los Infiernos y volver de ellos contentos, que se lo pregunten a Dante. A eso fuimos, a ver los infiernos pero no descender a los mismos. Lo dejamos para otra ocasión. La carretera se abre paso hasta Pinilla, el cañón del Duero queda a la derecha y se ve Portugal al otro lado, sobre todo el poblado de Barrocal do Douro, un poblado moderno, al que distinguimos por sus luces encendidas, construido para los trabajadores del embalse de Picote, que queda en el fondo del cañón y apenas es visible.
Los 'infiernos' del Duero en Pinilla de Fermoselle
Dejamos el coche en la plaza y nos encaminamos hacia el mirador Peña del Cura, cobijado en la ladera en una de las revueltas del río Duero. Terreno muy agreste donde habita la soledad más salvaje con muchas aves y se nos antoja que una fauna variada y amplia. La localidad nos sorprende por su construcción con calles serpenteantes –no hallamos ninguna recta-, mampostería en los edificios y el común de Sayago, huertos y cortinos, frutales y olivos y, destacando como jirafas que emergen de la tierra, los inconfundibles cigüeñales. Su iglesia, austera, como debe ser la gente que habita estos insólitos parajes. Llegamos, cuando el sol se esconde por el horizonte portugués, a la Peña El Cura-Los Infiernos, buscamos con la ayuda de un vecino que cuida su rebaño de cabras, un buen punto de observación, la luz ya es pobre para nuestro interés fotográfico… aún se puede observar un cantil cortado a plomo y la anchura del Duero, al fondo, que no supera los 10 metros. Nos dice el cabrero que parece que podemos alcanzar con un salto la orilla portuguesa…. Entre los ‘rachizos’, como llama a las hendiduras en las rocas, moran el búho real, el arce de Montpellier –conocido como enguelgue o mundillo en el arribe- y algún escaso ejemplar de almez. Sin duda que un próximo viaje merece la naturaleza privilegiada y salvaje de estos infiernos del Duero.
Ya es de noche. El pueblo, en la penumbra vive su silencio en la calma de un mundo y unas gentes que aún tienen ilusión de cavar su cortino de tierra, esos huertos, nuevamente, que jalonan y dan vida y sustento a sus escasos habitantes. En el caminar por la aldea solo nos hemos encontrado con el cabrero que nos aconsejó acudir prestos al mirador, un perro que vigila nuestros pasos desde lo alto de un tejado y Aurora, mujer de 72 años que pasa estos días en Pinilla para visitar a los suyos que ya no están. Vive en Valladolid desde hace 29 años, cuando en el municipio pastaban, dice con añoranza, 17 rebaños de ovejas y otros dos de cabras. Hoy no, mire usted, solo uno de cabras y otro de ovejas.
No sabemos el origen de este pueblo que no conduce a ninguna parte. Ni por qué llegaron a estos infiernos sus primeros pobladores, qué atrajo a esas gentes a estos recónditos lugares. Olivos, algunas viñas e higueras que vigilan las construcciones, la mayoría desocupadas, dan cuenta de su arcaica edad. Gentes que, a tenor de la leña que se acumula en puertas, corrales y cercados, “frío no pasan, hay muy buena leña, pero da mucha pena, queda poca gente…”, concluye Aurora para introducirse en su casa y escapar de las tinieblas y el silencio que ya envuelve a Pinilla, que es final de todo…
Volvimos sobre nuestros pasos entre minúsculos oasis de paz que ya no eran más que sombras de pequeños bosquecillos de álamos, ese árbol tan cariñoso que, tan sólo él en estas tierras yertas de frontera, acude para dar cobijo al caminante.
Sayago, como La Ramajería, Trás-os-Montes, Aliste y ciertas zonas de Los Arribes salmantinos, son pequeños mundos que aún quedan lejos de la mano y avaricia del hombre. A distancia, porque no sirven más que para purgar las penas de la fagocitosis de una sociedad hambrienta de destrucción y naturaleza. Viajar por Sayago es como regresar a los tiempos de nuestros ancestros. Es volver a vivir aquellos días de niñez, con pantalones cortos de espuma, blusa y alpargatas. Es sentarse a una sombra de un álamo y refrescar la boca con el sorbo del agua de un cántaro que trae la abuela de la fuente. Viajar por Sayago es olvidarse de los que mandan y limpiarse el sudor con el pañuelo de padre, que siega algo de hierba para el mulo, y disfrutar de la paz de una tierra que llora su encantado olvido.