Y la tierra tembló de nuevo. Como siempre, a los habitantes de la zona afectada les llegó de improviso. Muchos residentes de Melilla, la ciudad española más castigada por el terremoto del pasado lunes, se echaron a la calle por miedo a encontrarse bajo techo cuando llegaran las réplicas. Hoy la ciencia sabe predecir con éxito fenómenos atmosféricos como tormentas de nieve, aguaceros o huracanes. Pero tratándose de terremotos y a efectos del ciudadano de a pie, se diría que aún estamos en la Edad Media, esperando eso que antiguamente se llamaba "actos de Dios" sin la menor pista sobre cuándo se hará su voluntad. ¿Es que no es posible predecir los seísmos?
En una palabra: no. La palabra es de Robert Geller, sismólogo de la Universidad de Tokio (Japón). Geller era un joven licenciado cuando se desató la fiebre de los 70; no la del sábado noche, sino la que mantenía a los sismólogos enfrascados en la búsqueda de sistemas para predecir los terremotos. La teoría acabó desinflándose a finales del siglo pasado, al constatarse que las predicciones no funcionaban. Geller entró en el debate en 1991, a través de un artículo en la revista Nature en el que criticaba el programa del gobierno japonés para la predicción de los seísmos; desde entonces ha repetido hasta la saciedad, en artículos, congresos científicos y medios públicos, que los terremotos no pueden predecirse.
"Son esencialmente e inherentemente impredecibles", asegura Geller a EL ESPAÑOL. "Llevamos 130 años investigando los terremotos, y hoy tanto los observatorios sismológicos como nuestra comprensión científica son mucho mayores", dice. "Y pese a ello, no nos hemos acercado en absoluto a la predicción; de hecho, es justo lo contrario, ahora reconocemos mucho mejor las dificultades". Sin embargo, aclara el experto, esto no implica que los temblores sean completamente aleatorios. "La probabilidad de otro terremoto, incluso de uno grande, aumenta por un tiempo después del primero, cayendo gradualmente de nuevo al nivel de base". Pero aunque este patrón resulte útil para los científicos, aclara Geller, no es válido para "emitir alarmas o tomar otro tipo de medidas prácticas".
Pronosticar, pero no predecir
Pero si los seísmos no pueden predecirse, sí es posible pronosticarlos, matiza la sismóloga María José Jiménez Santos, del Instituto de Geociencias (IGEO) del CSIC y la Universidad Complutense de Madrid. Y aunque para el diccionario de la RAE pronosticar es "predecir algo futuro a partir de indicios", para los sismólogos ambos términos no son sinónimos: pronosticar es "dónde, cómo y qué efectos", señala Jiménez. Pero no cuándo, en qué punto exacto y con qué magnitud precisa. La científica lo equipara a los accidentes de tráfico; podemos estimar su evolución futura y conocemos los puntos negros de la red, pero es imposible predecir que mañana habrá una colisión en el kilómetro 9 de la Nacional 635.
En la pronosticación se están avanzando pasos importantes; el último de ellos se publica esta semana en Science, y procede precisamente del país que más esfuerzo ha invertido en anticipar la ocurrencia de los movimientos sísmicos: Japón. Científicos de la Universidad de Tohoku, la zona castigada por el gran seísmo y el tsunami de 2011 que ocasionaron el accidente nuclear de la central de Fukushima, han encontrado un patrón que relaciona la cronología de los terremotos en esa región a lo largo de 28 años con una deformación gradual en el borde de contacto entre las placas tectónicas; un deslizamiento lento y sutil que no provoca ondas sísmicas, pero que perturba la estabilidad de la roca y comienza a acelerarse unos días antes de que se produzca un terremoto.
"La pronosticación estadística habitual de terremotos, incluyendo la oficial en Japón, depende del intervalo medio de recurrencia, su variabilidad, y el tiempo transcurrido desde el último terremoto", explica a EL ESPAÑOL el director del estudio, Naoki Uchida. "Nuestro hallazgo sugiere que, cuando se acelera el deslizamiento, hay más posibilidades de terremotos en comparación con otros períodos", agrega. Uchida confía en que la vigilancia de estos deslizamientos pueda mejorar la pronosticación, sobre todo en lo que se refiere al objetivo más deseado: el "cuándo". El investigador no ve obstáculo para que este método pueda aplicarse en otras regiones del planeta, incluida España: "Creo que podría hacerse, dado que primero se aplicó a la falla de San Andrés, en EEUU. Solo habría que disponer de los datos".
Tsunamis, la terrible propina de los seísmos
Otro caso diferente es el de un efecto secundario de los terremotos que sí puede verse venir, y que en ocasiones es aún más letal que el propio temblor; aún tenemos reciente en la memoria el tsunami que el 26 de diciembre de 2004 repartió en torno a un cuarto de millón de víctimas mortales por todo el litoral del océano Índico, sobre todo en el sureste asiático. El terremoto, de una magnitud estimada de entre 9,1 y 9,3, fue el tercero mayor en toda la historia de los registros. Pero conviene recordar que en España no estamos a salvo de este riesgo, aunque sea en un grado más moderado. El presidente del Ilustre Colegio Oficial de Geólogos (ICOG), Luis Suárez, explica a EL ESPAÑOL que el peligro podría proceder más del Atlántico que del Mediterráneo: "En 1755 el terremoto de Lisboa, originado al suroeste del cabo San Vicente y de magnitud 9, produjo un tsunami que causó mil muertos en las provincias de Huelva y Cádiz". "Puede volver a producirse", advierte; "y la población local no lo sabe".
El organismo competente es el Instituto Geográfico Nacional (IGN). El director de la red sísmica nacional del IGN, Emilio Carreño, confirma a este diario que desde noviembre de 2015 está operativa la nueva red española de alerta de tsunamis, con dos sistemas diferentes para el Atlántico y el Mediterráneo. "Desde el 1 de enero hemos empezado a emitir alertas que ya no son de prueba", detalla; "con los recientes terremotos de Alhucemas se han emitido los mensajes a Protección Civil según el protocolo, a los dos minutos del seísmo". Carreño expone que el sistema Atlántico se dispara con seísmos de magnitud 7,5 o 7,6, mientras que en el Mediterráneo el umbral es más bajo: "Tenemos experiencia de terremotos en el norte de Argelia de magnitudes 6,5 que han provocado pequeños tsunamis".
Este nuevo sistema de alerta emplea un modelo de simulación desarrollado por el Grupo de Ecuaciones Diferenciales, Análisis Numérico y Aplicaciones de la Universidad de Málaga. Los científicos han simulado tsunamis en el mar de Alborán e incluso han reconstruido el maremoto de 1755. "Si se produjera hoy un gran terremoto como aquel, y el riesgo no es descartable, el impacto en Cádiz y Huelva sería muy importante", alerta a este diario Jorge Macías, investigador del grupo y coautor de los modelos. Macías precisa que, en la eventualidad de un seísmo en el Atlántico como el que devastó Lisboa, "el tsunami tardaría una hora en llegar a Cádiz". El margen de reacción sería más estrecho en el caso del Mediterráneo; Carreño dice que "en un terremoto como los de Alhucemas, en 15 o 20 minutos ya tendríamos la subida del mar en la costa andaluza". Si el seísmo se originara en el litoral argelino, llegaría a Baleares en unos 35 minutos.
Pero pese a este flamante sistema de alerta, y según Suárez, aún vamos retrasados en la implementación de las respuestas de protección a la población, que involucran a Protección Civil, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos: "En España vamos a golpe de catástrofe", se lamenta el presidente del ICOG. En noviembre de 2015 se aprobó la directriz básica de protección civil ante el riesgo de tsunami, y este año debería ponerse en marcha el plan estatal que debe coordinar a las administraciones públicas y otros organismos implicados.
¿Cómo se miden los terremotos?
Con frecuencia los medios informan de un terremoto de, por ejemplo, "6,3 grados en la escala de Richter", como en el caso más reciente del seísmo en el mar de Alborán. Otros hablan de la escala "abierta" de Richter, lo cual tal vez desconcierte a algunos. Lo cierto es que añadir la coletilla de "abierta" es correcto, dado que la escala de Richter lo es: no tiene un máximo. Lo que no es correcto es hablar de grados. El sistema desarrollado por Charles Richter en 1935 mide la magnitud de un seísmo a través de la onda más amplia que dibuja la pluma del sismógrafo, y a estos valores se les asigna un número por convenio. La escala es logarítmica, de modo que un seísmo de magnitud 4 es diez veces más potente que uno de 3. Pero estos números no tienen unidades, por lo que decir "grados en la escala de Richter" es inapropiado.
Pero además hay una objeción a la totalidad, y es que en realidad la escala de Richter, originalmente llamada de magnitud local o ML, dejó de emplearse hace décadas. Según el Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS), "es un método anticuado que ya no se utiliza". El motivo por el que cayó en desuso es que se satura a altos valores, por lo que no mide correctamente la energía liberada por los seísmos más fuertes. Algunos científicos sitúan su límite superior de validez en 6,5, mientras que otros lo rebajan hasta 5.
Para evitar este problema se desarrollaron otros sistemas de medida. En España los temblores suaves se denotan en magnitud mbLg, que también se basa en la amplitud de las ondas; mientras que los más fuertes, como el del pasado 25 de enero, se miden en magnitud de momento o MW, un cálculo derivado de parámetros físicos. Tanto en un caso como en el otro, la forma correcta de expresarlo es "terremoto de magnitud X". Para los seísmos moderados este número coincide con el que se obtendría en la escala de Richter, pero los sismólogos recomiendan evitar esta nomenclatura anticuada para evitar confusión.
Otro parámetro diferente es la intensidad del terremoto. Este valor corresponde a lo más intuitivo, cómo se siente el temblor y qué daños produce, por lo que su valor será distinto en cada localidad. Y en este caso sí puede hablarse de grados: la tabla de intensidades, la Escala Macrosísmica Europea 1998 (EMS-98), asciende desde el grado I (no sentido) hasta el máximo de XII (completamente devastador). En Melilla, el seísmo del 25 de enero alcanzó una intensidad máxima de grado V (fuerte).