Casi al final de la película Tres Padrinos (John Ford, 1948), el actor mexicano Pedro Armendariz, que interpreta a un vaquero ladrón de bancos, se rompe una pierna a punto de llegar a su destino tras una larga travesía a pie por el desierto. Al ser consciente de que nada puede salvarlo, anima a su compañero, John Wayne, a que continúe su camino. "Déjame tu revolver", le dice. "Por los coyotes", añade. El mítico actor estadounidense repite: "Por los coyotes" y deposita su arma al alcance de su amigo. A los pocos segundos, se oye un disparo y el cowboy más conocido de la historia del cine detiene la marcha. Los dos eran conscientes de que la pistola no era para atacar a ningún animal.
Lo que ninguno de los dos actores sabía en ese momento es que una escena similar se iba a repetir en la vida real. En 1963, tras escuchar de su médico del hospital universitario de UCLA que el cáncer que padecía había hecho metástasis y apenas le quedaban tres meses de vida, Armendáriz -que acababa de rodar entre grandes dolores Desde Rusia con amor- le dijo a su mujer, Carmen, que quería descansar en el hotel, la mandó a por un sandwich y se pegó un tiro en el pecho.
Aunque indirecta, el actor mexicano fue una víctima del cáncer, como también lo fue años después el propio John Wayne, que murió en 1979. Nada de extrañar si se tiene en cuenta que el cáncer lleva años ocupando la segunda posición en las causas de mortalidad de los países desarrollados.
Sin embargo, Wayne y Armendáriz no sólo habían compartido el rodaje de Tres padrinos y la mucho más conocida Fort Apache. Ambos protagonizaron la película El conquistador de Mongolia, una producción millonaria -de cuyo estreno se cumplen este mes 60 años- que narra la historia del señor de la guerra Temujin hasta convertirse en el poderoso Genghis Khan. El papel principal, sí, el mongol, lo interpretó un maquilladísimo y con ojos rasgados Wayne, mientras que Armendáriz era Jamuga, la mano derecha de Khan. A éste ni siquiera le rasgaron los ojos, una capa de maquillaje amarillo bastó para hacer pasar al mexicano por mongol. Quizás la caracterización influyera en la calidad de la película, puntuada con un pobre 3,3 sobre 10 en la popular base de datos IMDB.
La protagonista femenina, la pelirroja Susan Hayward, también murió de cáncer a los 57 años, como lo hicieron el director de la película, Dick Powell, y muchos más miembros del equipo de rodaje, incluidos varios de los indios americanos contratados como extras del ejército mongol.
Un artículo publicado en People en 1980 dio la voz de alarma. Con el título Los hijos de John Wayne, Susan Hayward y Dick Powell temen que la lluvia radiactiva matara a sus padres, el reportaje ponía cifras a esta macabra coincidencia: de los 220 miembros del equipo de rodaje, 91 habían contraído la enfermedad a lo largo de los años y 46 habían muerto.
Pero ¿por qué los descendientes de estas leyendas de Hollywood culpaban a la energía nuclear de la muerte de sus padres? La respuesta está en la propia Guerra Fría que, en plena eclosión en la fecha del rodaje (1954), impidió al productor de la película rodar en el sitio más lógico, la estepa mongola.
Para asemejar el paisaje que requería la historia, se optó por filmar en el desierto de Utah, muy cerca de la localidad de Saint George y a 220 kilómetros de Yucca Flat, el Emplazamiento de Pruebas de Nevada (NTS), donde se realizaron varios test de bombas nucleares. El rodaje de El conquistador de Mongolia duró 13 semanas y tuvo lugar entre las operaciones Upshot-Knothole y Castle, donde se detonaron 11 y 7 bombas atómicas respectivamente.
Eduardo Gallego, catedrático de Ingeniería Nuclear de la Universidad Politécnica de Madrid, comenta a EL ESPAÑOL que aquellas pruebas fueron "una salvajada". "Básicamente hacían estallar bombas atómicas en el aire, al principio de forma totalmente imprudente; el tema se convirtió en una atracción turística, desde Las Vegas se veían los hongos que formaban en el cielo las detonaciones", añade.
Sin embargo, y a pesar de lo que pueda parecer, los expertos consultados por este diario desmienten que la epidemiología del cáncer entre los miembros de la película tenga que ver con el lugar donde se rodó, algo que sin duda tranquilizaría a los fans que John Wayne tenía en el ejército de EEUU. De hecho, en el libro La América Nuclear: Poder Nuclear Militar y Civil en EEUU 1940-1980 (Harper and Row, 1984), se cuenta que un alto cargo del Pentágono declaró tras escuchar la polémica: "Por favor, Dios, no nos dejes haber matado a John Wayne".
Para el jefe del Servicio de Oncología Radiotérapica del Hospital Gregorio Marañón, Rafael Herranz, hay varios factores que tumban la tesis que ha convertido a El conquistador de Mongolia en una película cancerígena. "En protección frente a las radiaciones es muy importante la distancia, el tiempo que se está expuesto y y si existen barreras o blindajes", comenta el experto.
La distancia es lo primero que desmonta la leyenda negra que rodea a la película. Más cerca del lugar de rodaje, a 105 kilómetros del NTS, se encuentra la ciudad de Las Vegas, por lo que el riesgo de cáncer tendría que haber sido mayor en esta importante urbe que en las inmediaciones del pueblo de Saint George.
Herranz explica que en todas las explosiones nucleares suben hacia la atmósfera elementos radiactivos. "El más importante a efectos de patología es el Yodo-131, que es un isótopo tan radiactivo que se utiliza para tratar el cáncer de tiroides", señala. Se trata, además, de un elemento cuyo impacto epidemiológico se puede medir, según el aumento de este tipo de tumor.
Porque la principal tesis que desmonta el mito de El conquistador de Mongolia es precisamente el tipo de cáncer que afectó a sus protagonistas. Si hubieran estado asociados a las radiaciones, sostiene Herranz, hubieran predominado las leucemias y el cáncer de tiroides. Los tipos de tumores malignos que mataron a los miembros del rodaje fueron muy distintos y muy separados en el tiempo. "Al cabo de los años, a partir de los 70, se observó en la zona un cierto aumento del cáncer de tiroides, pero el número de casos era tan pequeño que si siquiera superaban las cifras normales esperadas", relata.
El aumento observado en los residentes de la zona tiene sentido porque, según explica, ciertos elementos radiactivos que se mandan al ambiente son barridos por el viento y después se precipitan a la tierra por la lluvia. "Después las vacas se comen la hierba y producen leche con carga radiactiva, que es la que toman los habitantes de la zona, como pasó en Chernobil y se evitó que sucediera en Fukushima", destaca Herranz.
"Más allá de la respiración, el yodo tiene forma de incorporarse a las personas", relata por su parte Gallego quien, no obstante, apunta a otro factor contra la tesis alarmista: el tiempo sucedido desde las detonaciones al rodaje. "La vida media del Yodo-131 es de ocho días, por lo que si habían pasado semanas o meses, lo lógico es que quedara poco", resalta el también presidente de la Comisión de Actividades Científicas de la Sociedad Española de Protección Radiológica.
Eso sí, ambos expertos coinciden en que las cosas no se hicieron como es debido en Nevada, aunque Herranz lo achaca más al desconocimiento que a una mala praxis del Gobierno de EEUU.
"Se explica en el contexto de la Guerra Fría; el objetivo era mostrar al otro bando que ellos tenían más fuerza y las medidas de precaución eran mínimas. De hecho, hubo varios sucesos en los que la lluvia radiactiva cayó sobre soldados, técnicos... ni siquiera eran capaces de predecir bien la dirección en que iba a dispersarse", señala Gallego.
Herranz cree que seguramente habría un incremento de radiactividad en la zona del rodaje, pero no suficiente como para provocar cáncer a sus protagonistas. En este contexto, el especialista quita importancia a otra prueba de esta teoría: la fotografía que muestra a John Wayne con sus hijos manipulando un contador Geiger, un pequeño aparato que se utiliza para medir la radiactividad ambiental.
También quita importancia a otra de las anécdotas que acompañan a la leyenda negra. Al final del rodaje, el perfeccionista productor de la película hizo trasladar 60 toneladas de tierra del lugar de la filmación a los estudios RK0. "Pensar que esa cantidad aumentó el riesgo de cáncer es creer que todo el desierto de Nevada estaba contaminado", reflexiona.
El médico, en definitiva, lo tiene claro: "Si hubiera habido esa contaminación se habrían declarado más casos y más tipos de cáncer radioinducidos. Aunque el no riesgo absoluto no existe, no hay evidencias epidemiológicas y tengo muchas dudas". También cuestiona que el número de enfermos supere el esperado estadísticamente: "No hay que comparar con los miembros del rodaje, sino con sus poblaciones de origen". Es decir, la cifra importante desde el punto de vista epidemiológico no son esos 91 casos sobre 220, sino que habría que estudiar si cada uno de ellos supone un incremento con respecto a lo esperado en su lugar de residencia.
Además, hay que tener en cuenta otros factores de riesgo asociados al cáncer que pudieran afectar a los miembros del rodaje. En el caso del mítico John Wayne, hay uno obvio. Según las fuentes a las que se consulte, hay quien dice que fumaba cinco o seis paquetes de tabaco diarios. El alcohol también era habitual en su dieta. "No me fío de las personas que no beben", decía.
A pesar de todo, la publicidad del caso en People hizo que se estableciera como cierta la relación causal entre el cáncer del director y actores principales de la película y su lugar de rodaje. Pero no fue la única desgracia que acompañó al film.
Poco después de su estreno, en marzo de 1956, se vio que la película, que había costado el equivalente actual a 52 millones de dólares y se había rodado en CinemaScope y Technicolor, iba a ser un auténtico fracaso.
Bien sea por la elección de actores -figuras de primer nivel pero igual no ajustadas al fenotipo mongol-, por el argumento o por los diálogos calificados de ridículos por la crítica, el hecho es que la película es considerada uno de los mayores desastres del cine.
Cuando su productor se dio cuenta, gastó millones en comprar para su posterior destrucción todas las copias que encontró. El millonario pasó sus últimos meses de vida recluido en una suite de su hotel Xanadu Princess en Bahamas. Se negaba a bañarse, cortarse las uñas o el pelo, o incluso a usar el retrete y se alimentaba de barritas de chocolate y pollo, ataviado sólo con una servilleta de hotel de color rosa.
Pero en aquellos meses finales de 1976, según recoge un reportaje publicado en The Telegraph, el productor tenía otra obsesión: un proyector emitía continuamente dos películas en la pared. Una era su favorita: Estación Polar Cebra; la otra, su mayor fracaso. Su proyeccionista particular tenía orden de ponerse un antifaz sobre los ojos cada vez que entraba en el salón, de tal forma que sólo él viera la pantalla.
Lo que nunca llegó a saber Hughes es que, por motivos muy distintos a los esperados por él, El Conquistador de Mongolia acabaría pasando a la historia de la cinematografía. Aunque sea por haber causado falsamente la muerte a John Wayne.