Para Empédocles era una de las cuatro raíces del mundo, que después Aristóteles llamaría elementos. Heráclito veía en él la representación esencial de todo, la naturaleza que fluye y cambia. Prometeo lo robó a los dioses para entregarlo a los hombres, pero no fue el único: Loki hizo lo mismo en el norte de Europa, Maui en la Polinesia, y en otras culturas fueron los espíritus animales. Incluso Moisés descubrió a Dios en una zarza ardiendo.
Su presencia en todas nuestras culturas, tradiciones, religiones y mitologías atestigua la enorme importancia que el fuego siempre ha tenido para nosotros. Pero tal vez no nos demos cuenta de hasta qué punto: el dominio del fuego es el origen de nuestra tecnología, algo que nos separa esencialmente del resto de especies del planeta. Esto es evidente, pero no tanto que a él le debemos nuestra propia existencia. Hoy los investigadores están adentrándose en el conocimiento de nuestra relación ancestral con el fuego y de lo que ha representado para nosotros. De alguna manera se podría decir que la ciencia está hoy redescubriendo el fuego.
Y pese a tratarse del hallazgo más importante en la historia de la humanidad, aún tenemos un dibujo borroso de cómo nuestros antepasados primitivos comenzaron a relacionarse con el fuego. Lo hemos visto representado mil veces en el cine y la televisión: cae un rayo sobre un árbol, y un grupo de homininos curiosos se acerca a contemplar ese extraño fluido que baila y brilla en la noche. Tratan de agarrarlo, pero reciben un doloroso mordisco.
Por fin comprueban que pueden llevarse un poco de él en el extremo de una rama, y que les sirve para iluminarse por las noches, calentarse y ahuyentar a las fieras. Casualmente dejan algún alimento junto a él, y entonces descubren la comida más deliciosa que jamás hayan probado. Aprenden a cocinar y a controlar el fuego, que les permite habitar en cuevas. Incluso en lenguas como el castellano el hogar es donde uno vive, pero también donde se hace el fuego; "hogar" tiene la misma raíz etimológica que "hoguera".
Herencia de nuestros abuelos
Los restos verificados más antiguos del uso del fuego por el ser humano datan de hace un millón de años y se hallaron en 2011 en la cueva de Wonderwerk, en Suráfrica. Pero según el arqueólogo de la Universidad de Haifa (Israel) Ron Shimelmitz, otra cosa es cuándo el empleo del fuego se convirtió en algo cotidiano para los humanos. "El uso habitual del fuego debe dejar pruebas constantes en el registro arqueológico y no debería estar representado sólo en un enclave, sino en un grupo de enclaves del mismo complejo cultural", argumenta Shimelmitz para EL ESPAÑOL. Y esto es precisamente lo que él y sus colaboradores encontraron en 2013 en la cueva israelí de Tabun. La fecha: unos 350.000 años atrás.
Las pruebas apuntan al Homo erectus como el primer usuario regular del fuego
Estas dataciones dejan algo claro, y es que el Homo sapiens no descubrió el fuego, sino que lo heredó de sus ancestros: nosotros sólo llevamos por aquí unos 200.000 años. Así pues, ¿a quién debemos el hallazgo? "Las pruebas apuntan al Homo erectus como el primer usuario regular del fuego", señala a este diario Stephen J. Pyne, profesor de la Universidad Estatal de Arizona (EEUU). Pyne es una de las personas que más saben en el mundo sobre el fuego y nuestra relación histórica con él; no sólo ha dedicado a ello toda su vida profesional y decenas de libros, sino que incluso en su juventud lo combatió como bombero forestal durante 15 estaciones en el Parque Nacional del Gran Cañón. "No está claro que los erectus pudieran prenderlo a voluntad, pero podían mantenerlo y reponerlo de las fuentes naturales a su alrededor", añade.
La datación del sedimento de Wonderwerk encaja con la idea de que los habitantes de aquella cueva fueran erectus: esta especie, la primera en la que podemos reconocer muchos de nuestros rasgos anatómicos, existía ya hace 1,9 millones de años. La idea más aceptada hoy sugiere que fue el consumo de carne lo que diferenció al erectus del más primitivo Homo habilis. El gran aporte energético de la carne permitió reducir el tubo digestivo y los dientes, dejando calorías de sobra para que el cerebro creciera hasta casi duplicar el de su predecesor.
El primate pirofílico
En 1999 el primatólogo británico Richard Wrangham lanzó una hipótesis arriesgada: no fue la carne la que impulsó el desarrollo del Homo erectus, sino la cocina. Según Wrangham, el alimento cocinado, sobre todo los tubérculos, era más fácil de masticar y digerir, y fue esta mayor eficiencia alimentaria la que originó los cambios anatómicos. Para Wrangham, somos lo que somos gracias a la cocina, y por tanto al fuego. En un estudio reciente aún sin publicar, el ecólogo Alan Couch, de la Universidad de Canberra (Australia), propone que el fuego fue también una presión selectiva para que los humanos perdiéramos el pelaje corporal: fuego y pelo son incompatibles. Según Couch, el uso temprano del fuego podría coincidir con la aparición de MC1R, "un gen asociado a la pigmentación oscura de la piel que algunos investigadores relacionan con la pérdida del pelo", dice el autor a este diario.
El problema es que no se han encontrado rastros de uso del fuego tan antiguos como para atribuir a este factor la aparición del Homo erectus hace 1,9 millones de años, motivo por el cual la propuesta de Wrangham no se ha aceptado de forma general. Pero esto no significa que la hipótesis del fuego antiguo haya quedado relegada, ni mucho menos. El ejemplo más reciente lo tenemos en un trabajo recién publicado por un equipo de antropólogos de la Universidad de Utah (EEUU), que aporta varias líneas de pruebas para sostener una tesis. Y esta idea cambia sustancialmente el relato de los homininos pasmados frente al árbol prendido por el rayo.
Según Christopher Parker, Kristen Hawkes y sus colaboradores, el linaje humano lleva haciendo uso del fuego desde hace dos o tres millones de años. Por aquel entonces, entre 3,6 y 1,4 millones de años atrás, el paisaje africano comenzó a cambiar. El dióxido de carbono atmosférico empezó a reducirse y las junglas tupidas dejaron paso a las praderas, un entorno más seco y combustible que sufría incendios frecuentes. En lugar de huir del fuego, aquellos homininos descubrieron en él un poderoso aliado: la sabana calcinada les proporcionaba alimentos ya cocinados y les descubría las huellas de los animales. Con el tiempo aprendieron a provocar por sí mismos aquellos incendios, se hicieron dependientes de ellos, y los cambios en su dieta y en su modo de vida determinaron su evolución y su expansión al resto del mundo. Hasta hoy. Los humanos somos "primates pirofílicos que no pueden sobrevivir ni reproducirse sin el uso del fuego", resume Parker a EL ESPAÑOL.
Según su estudio, publicado en la revista Evolutionary Anthropology, los investigadores basan su hipótesis en reconstrucciones paleoambientales y modelos de optimización de la recolección, pero también aportan otra serie de argumentos: el motivo de que no se hayan encontrado restos tan antiguos de hogueras, dicen, es sencillamente que no las había: ¿para qué molestarse, si quemando la sabana obtenían todo lo que necesitaban? "Los homininos podían seguir explotando estos beneficios simplemente transportando madera y hierbas ardiendo desde las zonas quemadas a las intactas", explica Parker. El fuego portátil llegaría más tarde: "La cocina intencionada debió de surgir para alterar alimentos que no se veían afectados por los incendios; los candidatos más probables son las geófitas [plantas con órganos de almacenamiento subterráneo, como bulbos y tubérculos]".
Otro indicio a favor de la hipótesis procede de observar cómo reaccionan nuestros parientes evolutivos ante el fuego. Contrariamente a lo que solemos pensar, no todos los animales huyen de un incendio: Pyne sugiere que "la mayoría de los herbívoros buscan las zonas recién quemadas, que son más nutritivas y sabrosas cuando recrecen". La coautora del estudio Nicole Herzog, experta en la respuesta de los primates al fuego, apunta a este diario que "muchos primates no escapan de un incendio, sino que en cambio son capaces de predecir el movimiento del fuego de modo que permanecen fuera de su camino sin mayor preocupación. Pensamos que esta es una respuesta adaptativa". Herzog precisa que muchos primates de la sabana recolectan en las zonas quemadas y aprovechan el acceso más fácil a los insectos y a los nuevos brotes ricos en nitrógeno.
"No es un desastre ecológico"
Pero lo cierto es que ni siquiera es preciso mirar más allá de nuestra propia especie para encontrar el provecho del fuego: las tribus cazadoras-recolectoras que hoy aún conservan su forma de vida ancestral continúan quemando la sabana para explotar sus recursos, como ha investigado Parker en los aborígenes martu del oeste de Australia y los san del Kalahari africano. De hecho, añade el antropólogo, la recolección asociada al fuego se ha documentado "en todos los contextos ecológicos, excepto en el Ártico".
Claro que estas conductas hoy están perseguidas y castigadas en nuestras sociedades. Y quizá lo sorprendente sea saber que, para los ecólogos, el fuego no es un enemigo. Según señala a EL ESPAÑOL Juli G. Pausas, experto en ecología del fuego del Centro de Investigaciones sobre Desertificación del CSIC en Valencia, "el fuego no siempre es un desastre ecológico, incluso en nuestras latitudes. Es más, la mayoría de veces no lo es; hay plantas adaptadas a vivir con incendios recurrentes". Pyne recuerda la visión del paisaje quemado de las montañas de Santa Inés, en California. "Alguien no iniciado en biología habría concluido que el proceso ecológico más visible y vibrante era el fuego", dice. "Sin embargo, en los libros de biología casi no aparece; simplemente, no se enseña a los científicos".
Según Pyne, ha sido nuestra tradición científica europea la que ha condenado intelectualmente el fuego, pero esto está cambiando: "En las últimas décadas, una disciplina tras otra están redescubriendo el fuego". Para Pyne, la época del ser humano en la historia del planeta no debería llamarse Antropoceno, como algunos sugieren, sino Piroceno, ya que el poder del sapiens ha sido su potencia de fuego. No lo descubrimos, sino que lo domesticamos. "Lo capturamos de la naturaleza, lo domamos, lo cuidamos y lo entrenamos, y lo pusimos a trabajar para nuestros propios fines. Es un perro pastor, más que un martillo. Le damos y recibimos. Nos ha dado un monopolio como especie, un poder que difícilmente cederíamos a ninguna otra criatura".